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Bayamo.- En Veguitas, Yara, la solidaridad —esa palabra tan manoseada por el discurso oficial— ha sido secuestrada. Se ha convertido en un botín privado, en una moneda de cambio para el favoritismo y la lealtad política. La denuncia que llega a esta redacción no habla de la furia de la naturaleza, sino de una corrosión más profunda y letal: la de un sistema que, en su médula, ha normalizado el privilegio como recompensa a la sumisión.

Los hechos son obscenos en su simpleza. Mientras familias damnificadas esperan bajo techos precarios, los Trabajadores Sociales —supuestos guardianes de la equidad— ejecutan un reparto que sigue un mapa invisible de compadreos y militancias. El día 27, los colchones no fueron a parar a los suelos más húmedos, sino a las casas de los trabajadores, los militantes y sus allegados. Hoy, los módulos con cucharas, vasos, ollas y sartenes —objetos mínimos para reconstruir una vida— han seguido el mismo camino, trazado no por la urgencia, sino por el amiguismo.

Y en el centro de este despojo, una imagen que debería quemar la conciencia de cualquier burócrata: detrás de la vivienda de los padres de un beneficiado, una adulta mayor sobrevive en la extrema vulnerabilidad. Ella, que encarna el principio sagrado de cualquier revolución que se precie, ha recibido absolutamente nada. Su silueta, abandonada a las espaldas de la casa donde se almacena el botín, es el monumento vivo a la traición de un proyecto que prometió, sobre todas las cosas, justicia social.

La lógica del poder y la corrupción

El mecanismo de control es perverso. A las víctimas de este desvío selectivo se les vende la ilusión de una “segunda vuelta”. Es la promesa vacía, el mañana eterno que se esfuma mientras el presente se reparte entre una minoría. Es la zanahoria que cuelva para que el burro no patalee. “Si nos quedamos callados, nunca va a llegar la ayuda”, sentencia el denunciante. Y tiene razón. El silencio aquí no es una opción; es la ratificación de la propia condena.

Lo que ocurre en Veguitas no es una anomalía. Es la lógica de un poder que ha sustituido el derecho por el favor, y la necesidad por la conveniencia política. Donde vive un trabajador social, un militante y un chivatón, ahí —y solo ahí— el mundo se salva. El resto, la mayoría silenciada que no cuenta con padrinos en el comité, queda a la deriva, convertida en damnificada no solo de un fenómeno meteorológico, sino de la maquinaria implacable del clientelismo.

Esta es la verdadera catástrofe, la que sobreviene después del viento y la lluvia. Es la que corroe los cimientos de la confianza y convierte la ayuda humanitaria en un instrumento de dominación. Desde acá no solo exigimos transparencia; denunciamos la existencia de una estructura que premia la obediencia y castiga la dignidad. La ayuda no debe ser un premio para los amigos del poder, sino un derecho para quienes, desde el olvido de Veguitas, claman por lo que, por ley y por moral, les pertenece. (Fuente: La Tijera)

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