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AMOR DEL MALO

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Por Jorge Fernández Era (Facebook)
La Habana.- A mi abuela suegra le han dado de alta en el hospital La Covadonga tras diez días de ingreso y una operación de cadera. La falta de catéteres para sueros, la ausencia de cuñas para las necesidades más elementales y los también ya «elementales detalles» que adornan la estancia de cualquier paciente en un hospital cubano se han visto opacados por la despedida: «No hay gasolina para la ambulancia. Tienen que llevársela por sus propios medios». Vaya ironía que yo publicara hace exactamente una semana, tras otra aparatosa «intervención quirúrgica»: «Uno lee tantos casos de ambulancias sin gasolinas en hospitales, carros fúnebres sin ídem en funerarias, que termina preguntándose cómo es posible tal derroche de combustible».
Nuestro presidente ha dicho —ante un buchito de cubanos que no tienen que coger el P9 para dirigirse a una sede diplomática—: «No dejaremos de garantizar las necesidades fundamentales de la población».
Yo creía que la Salud era una de las dos necesidades fundamentales. Otras áreas de atención colman hoy la agenda de nuestros dirigentes. Hay que garantizar —para eso sí hay combustible y divisas— el traslado de Díaz-Canel y familia hacia la sede de la ONU, para que con una frase complete el párrafo anterior. No tendría caché reservarles asientos en algún vuelo comercial, así que venga la renta a tiempo completo de una aeronave.
Si la cosa es garantizar aplausos, sonrisas y glamour, al discurso puede agregarse, por boca del primer secretario —ningún «joven periodista de los que trabajan en su equipo» va a espantarse por ello—, que «todos los que quieran construir serán bienvenidos» —construir hoteles, digo yo—, que es el injusto orden económico internacional el que «garantiza modos de vida lucrativos e insostenibles solo para unas minorías», y de que en el mundo faltan «servicios de salud accesibles para todos».
Canel ha reclamado «solidaridad y no egoísmo; cooperación y no rivalidades; trabajo digno y no explotación; armonía, respeto y tolerancia, y no racismo ni discriminaciones de ningún tipo».
A mí se me discrimina, presidente, a dos mil kilómetros de Nueva York, por escribir mis verdades, por hacer valer esa libertad de expresión que es letra muerta en la carta magna. A mí me detienen y encierran en un calabozo por reclamar el derecho a que se me escuche, a sentarme como Manolo con usted o con otro dirigente a hablar «de los retos de la construcción socialista en tiempos tan difíciles», a decirle que no solo hay extremismo cuando se arrojan cocteles molotov sobre una embajada, sino también cuando se publica en las redes la foto en una celda de un detenido y no se exige para dicha manifestación fascista una investigación.
A mí se me sigue —porque tampoco ustedes han dejado «de priorizar la justicia social»— un proceso judicial que me llevará a la cárcel —ya paso la «preparatoria» con una prisión domiciliaria— por hacer reír en tiempos tan difíciles. Ni uno solo de mi captores o de quienes manejan sus hilos se sienta a discutir conmigo las razones para tamaña represión del pensamiento. No han oído lo que usted declara en tribunas de alcurnia: «La tarea es lograr un país aun mejor, que proteja y refuerce la justicia social, sin intromisión foránea; que cuente con el concurso de todos los cubanos dispuestos a aportar, con independencia de donde vivan; que todos se sientan parte». Y pretenden callarme. Por eso me montan en un carro patrullero y me trasladan siete kilómetros hacia una unidad policial donde le dirán a mi esposa que yo no estoy.
Pero no hay gasolina para trasladar a la abuela suegra setecientos metros más allá de un centro hospitalario. Debe ser que a ella, a mi esposa, a mí, no nos toca ese «amor del bueno» que usted recibe y retribuye cuando se para ante «un grupo de nuestros connacionales» que «preservan sus sentimientos de respeto, compromiso y amor hacia la patria y hacia la tierra que los vio nacer», y cita del Apóstol otra frase lapidaria: «La patria es dicha de todos, y dolor de todos, y cielo para todos».

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