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Por Carlos Cabrera Pérez ()
Madrid.- El viento frío corta las caras y el agua nieve cae distraídamente sobre la barca, que se bambolea al son de las olas, con una grande, cada cinco o seis normales.
La ciudad vive estos días de espaldas a la mar porque está agitada con el carnaval, que siempre trae disfraces y borracheras, es un pretexto ideal para dar rienda suelta a casi todo lúdico y lúbrico, pues a lo segundo, se llega por lo primero.
A babor, un pescador se afana en anzuelar un mero o un besugo, para soltarlo en la barra del bar de la Lonja y alardear de captura ante los que vuelven con las manos vacías porque la noche fue de morralla y desilusión.
A estribor, un hombre se afana en mostrarse diestro ante la mujer que cree conquistada y, mientras dibuja pejes y lances con las manos, reduce la potencia al mínimno, convirtiendo la lancha en palangana. La hembra tiene mirada de miedo, pero él no repara en ella y sigue parloteando sobre la vez aquella en que un dientuso mordió el anzuelo.
Un sol tímido anuncia la vuelta a puerto y navego despacio hacia la embocadura, dejando solo al mitómano frente a la doncella, a esa hora angustiosa en la que tendrña que elegir si aguantar hasta arrancarle un beso o invitarla a desayunar en un bar atestado de pescadores y pescaderos, pujando por engañarse, pero solo hasta el día siguiente.