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A propósito del XXI Domingo del Tiempo Ordinario

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Por P. Alberto Reyes Pías ()

Evangelio: Lucas 13, 22-30

Camagüey.- Solemos ver las puertas como promesas: la puerta de la propia casa es la promesa de poder estar a gusto, la puerta de familiares y amigos es la promesa del contacto cálido y reconfortante, la puerta del hospital es la promesa de recuperar la salud perdida, la puerta de la iglesia es la promesa del encuentro con el Dios del amor, del perdón, de la fuerza, de la misericordia.

¿Cuál es la promesa de la puerta estrecha? Es la promesa de elegir lo que nos construye como
personas.

El ser humano lleva mal no sólo el sufrimiento sino el malestar. Instintivamente, hacemos todo lo
posible por evitar lo que pueda hacernos sentir mal.

Hay sufrimientos y malestares que son evitables: la comida evita el hambre, el abrigo el frío, el
analgésico el dolor…

Otros sufrimientos no son evitables: la muerte de un ser querido, una enfermedad crónica, las pérdidas
producto de accidentes y desastres… Son sufrimientos que necesitamos aceptar y aprender a caminar con
ellos.

Pero hay sufrimientos que llegan a nuestra vida como la consecuencia de la elección de una puerta estrecha, sufrimientos y malestares que vienen unidos a la elección de un bien que nos sacude el alma.

El único modo de pasar por una puerta estrecha es contraerse, hacerse pequeño, la pequeñez necesaria
para disponerse a servir y ayudar, la pequeñez necesaria para aceptar a Dios como criterio y punto de
referencia de la propia vida.

La importancia de estar disponible

No se puede ser buen esposo o esposa sin hacerse pequeño para estar disponible, para frenar las quejas inútiles y las broncas innecesarias, para ceder cuando es lo mejor para los dos y para ser capaz de decir: “lo siento”, “perdóname” o “tienes razón”.

No se puede ser buen padre sin hacerse pequeño para cuidar, atender, y proteger con paciencia a
aquellos que lentamente van abriéndose a la vida.

Tampoco se puede ser buen hijo sin la pequeñez que implica mantenerse cercano y atento a los padres a pesar de la vorágine de la propia vida, y de adaptarse, poco a poco, al declive de aquellos que un día fueron tus héroes.

No se puede ser buen cristiano sin hacerse pequeño para vivir el Evangelio en aquello que cuesta y duele, para aceptar la necesidad de la propia conversión, para incorporar la sana obsesión de Jesús por la voluntad del Padre.

Y hacerse pequeño no es algo que brota espontáneamente sino algo que necesita ser atendido, cultivado, ejercido.

Estrecharse no suele ser agradable, si bien, al final, renunciar a uno mismo para elegir el bien mayor nos pacifica y plenifica.

Por eso el Señor nos advierte de que “hay últimos que serán primeros y primeros que pueden terminar
siendo últimos”, porque cuando olvidamos el valor de la puerta estrecha, nos volvemos incapaces de
entender que lo que realmente nos construye como personas es el servicio y la amabilidad que, a pesar de los precios, nos convierte en la bendición para la cual fuimos creados.

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