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Ojos que no quisieron ver, vergüenza que no sienten

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Por Luis Alberto Ramirez ()

Miami.- Hace unos días escuché a un pelotero cubano, hoy residente en Estados Unidos, hablar con total naturalidad de las “ventajas” de vivir en este país. Según contó, recibe 900 dólares mensuales como asistencia, sin haber tirado un chícharo en territorio estadounidense. Además, le asignan 400 dólares en bonos de comida, un apartamento otorgado por el gobierno, transporte, atención médica y medicinas gratuitas. Para completar el cuadro, también le pagan el agua y la electricidad.

Todo eso, repetido así, sin contexto, suena casi a propaganda. Pero lo que realmente me llevó a la reflexión no fue el beneficio en sí, sino la pregunta inevitable que surge después: ¿Cuántos Agustín Marquetti no habrá hoy en el sur de la Florida?

Agustín Marquetti no fue un cubano cualquiera. Fue uno de los milicianos que combatió a los brigadistas que desembarcaron por Bahía de Cochinos, del lado de los castristas. Después continuó como miliciano, militó en el Partido Comunista y, para ponerle la tapa al pomo, terminó siendo miembro del Ministerio del Interior. Toda su gloria deportiva se la entregó al régimen, a Fidel Castro, y fue usado como símbolo del “hombre nuevo” que tanto vendió la propaganda oficial.

Las vueltas de la vida

Sin embargo, la historia dio un giro que ni los mejores guionistas habrían imaginado. Viejo, olvidado por el mismo sistema al que sirvió con disciplina y lealtad, Marquetti terminó viviendo en Miami, beneficiándose del mismo país que durante décadas fue presentado como el enemigo absoluto. Vive aquí, como Carmelina y como tantos otros, bajo un sistema que garantiza ayudas sociales, dignidad mínima y servicios básicos.

Y ahí está la ironía más amarga: nosotros, que en cierto sentido fuimos sus víctimas, terminamos pagando sus privilegios. Pagamos con nuestros impuestos la asistencia de quienes defendieron, sostuvieron o justificaron un régimen que nos reprimió, nos empobreció y nos obligó a emigrar. Mientras muchos cubanos que nunca tuvieron poder ni uniforme siguen luchando por sobrevivir, otros, con un pasado marcado por la represión, disfrutan hoy de los beneficios de una democracia que despreciaron durante años.

La vida, a veces, tiene un sentido del humor cruel. El castrismo no solo abandonó a sus fieles, sino que los exportó al corazón del sistema que juraron combatir. Y Estados Unidos, fiel a sus principios, no pregunta demasiado por el pasado cuando se trata de asistencia humanitaria. Ironías de la vida. Ironías del exilio. Ironías de una historia cubana que parece escrita para no cerrar nunca sus heridas.

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