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Por Max Astudillo ()
La Habana.- En la isla donde hasta el clima parece conspirar contra el optimismo, diciembre trae consigo una certeza más firme que la brisa del Malecón: el discurso del impuesto presidente. Miguel Díaz-Canel, el heredero de una dinastía política que ya agotó el alfabeto griego para nombrar sus «períodos especiales», se prepara para su ritual anual.
Con la solemnidad de un augur que lee entrañas ya putrefactas, anunciará, cual mantra secular, que 2026 será, sin duda, un año mejor. Es la promesa más antigua y menos creíble del calendario revolucionario, una tradición tan vacua como los estantes de los mercados y tan repetitiva como las colas para el pollo. Los cubanos, maestros ya en el arte de descifrar el doble discurso oficial, traducen al instante: «Prepárense, que viene otra peor».
La fórmula es infalible. Mientras la inflación devora salarios de ciencia ficción, el hambre se hace crónica y enfermedades que el mundo olvidó —dengue, chikungunya— campan a sus anchas por la ausencia total de medicamentos, el optimismo de la cúpula brilla con salud inquebrantable.
Cada «el próximo año será mejor» suena a cruel burla cuando el presente es un catálogo de miserias: familias divididas por un éxodo sin fin, disidentes apresados por el «delito» de pensar distinto, y una economía que solo encuentra vigor en el mercado negro y las remesas. La pregunta que ronda La Habana no es si 2026 será mejor, sino cuál será la nueva modalidad de sufrimiento que inventará la ineficacia.
Pero aquí yace el ingenioso malentendido de la frase presidencial. Cuando Díaz-Canel pronostica un «año mejor», jamás se refiere al ciudadano de a pie que sobrevive a base de ingenio y resignación. No habla para quien mide la vida en horas de apagón o en la búsqueda quijotesca de un jabón. Su pronóstico es un informe interno, un memorándum de victoria para la nueva aristocracia: la nomenclatura militar-empresarial y sus socios extranjeros.
Para ellos, cada año sí es espléndido: negocios en moneda dura, viajes a Europa, autos de lujo y propiedades en el extranjero. Su «Cuba mejor» es un country club con fronteras, donde el pueblo funge como servicio doméstico mal pagado y silenciado a fuerza de represión.
El cinismo de la predicción alcanza su cenit cuando se recuerda el historial. Desde que el «presidente» asumió el mando —tras un cuidadoso proceso de selección en el que solo había un candidato—, cada diciembre ha sido el mismo guion de ficción esperanzada. Y cada año siguiente, la realidad se ha encargado de desmentirlo con saña, profundizando el colapso.
Es el hombre que promete abundancia mientras supervisa la escasez más documentada del hemisferio. Su optimismo no es un error de diagnóstico; es una herramienta de control, un placebo verbal para postergar el estallido, una forma de marcar el tiempo mientras el régimen consolida su metamorfosis: de revolución socialista a cleptocracia con retórica anticuada.
Así que, cuando la televisión estatal enfoque su rostro y pronuncie la frase fatídica, los cubanos experimentados harán lo de siempre: cambiar de canal con un suspiro de hastío. Saben que el único pronóstico certero es que la cúpula seguirá enriqueciéndose, que la represión no cederá, que el médico seguirá sin ibuprofeno y que la libreta de racionamiento será un documento arqueológico.
El «año mejor» de Díaz-Canel es, en el mejor de los casos, un ejercicio de autohipnosis para los jerarcas; en el peor, un acto de desprecio hacia un pueblo que lleva décadas esperando que la promesa, por una vez, se cumpla.
Finalmente, el chiste más recurrente de la isla se materializa otra vez. No hace falta ser adivino para predecir el anuncio, como tampoco lo es para prever la decepción de 2026. La verdadera incógnita es cuánto tiempo más podrá sostenerse esta farsa de futurismo fallido, antes de que el desengaño masivo se transforme en algo más contundente que una mueca de desprecio ante la pantalla.
Mientras tanto, la tradición continúa: ellos brindan con ron añejo por un año mejor, y el pueblo se prepara para otro de supervivencia.