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Por Jorge L. León (Historiador e investigador)
Houston.- Ningún pueblo está formado únicamente por virtudes. Toda nación alberga una mezcla compleja de nobleza y miseria, dignidad y degradación. Es una constante histórica: junto a quienes poseen ética, amor y responsabilidad, siempre existen aquellos que, por debilidad espiritual o conveniencia personal, traicionan los valores colectivos y se venden al mejor postor.
Cuba no escapa a esta ley universal. La isla está llena de gente buena y noble, pero paralizada por el miedo y agotada por décadas de manipulación, represión y culpa histórica. Muchos cargan aún el peso de haber apoyado una causa que hoy ven como un error devastador. La repetición constante de la propaganda, el control informativo, el adoctrinamiento desde la infancia y la censura férrea han minado la razón, torcido la conciencia y sembrado confusión.
En mi labor como enemigo del régimen he sido atacado por cubanos desde la Isla que me acusan de justificar el no enviar remesas a Cuba. Nada más lejos de la verdad. Siempre he apoyado la ayuda, y bien claro lo hago saber: apoyo la ayuda, pero existe un límite moral. No puedo —ni debo— mantener infinitivamente a cómplices vulgares de un régimen brutalmente criminal. No los abandonaría nunca, pero tampoco puedo hacerme cómplice de por vida de tantas bajezas. La ayuda debe ser un puente hacia la lucidez, no un subsidio perpetuo a la sumisión.
Conozco casos de personas que gritan consignas a favor del régimen, proclaman lealtad absoluta y repiten el estribillo de pa’ lo que sea Canel, mientras dependen de las remesas que les envían hijos, hermanos o familiares desde Estados Unidos.
No ven el abismo moral en el que han caído. No comprenden que su conducta reproduce, sostiene y legitima al mismo sistema responsable de la pobreza que los obliga a depender del dinero del exilio. Esa mezcla de miedo, autoengaño y dependencia ha creado un tipo humano trágico: alguien que sobrevive gracias a quienes huyeron del sistema, pero defiende públicamente a los verdugos que provocaron ese éxodo.
Este fenómeno no es exclusivo de Cuba. La historia reciente está plagada de ejemplos de sociedades sometidas donde sectores de la población, por adoctrinamiento, temor o conveniencia, terminaron apoyando a regímenes que los destruían.
En la Alemania nazi hubo vecinos que denunciaban a otros por una ración extra de pan. En Camboya, bajo Pol Pot, jóvenes adoctrinados entregaron a sus propios padres a los jemeres rojos. En Corea del Norte muchas familias repiten lealtad al régimen mientras sobreviven gracias a recursos enviados clandestinamente desde el exterior. Cuando el miedo y la propaganda moldean la conciencia, surge este ciudadano fracturado, dispuesto a respaldar al poder incluso cuando el poder lo arruina.
Por eso la conducta del exilio cubano no puede ser ni abandono ni indiferencia, sino una combinación equilibrada de ayuda material y despertar moral. Ayudar sí, pero dando razones. Proveer alimentos o apoyo económico, sí, pero acompañándolo de argumentos, explicaciones y pruebas de que la verdadera causa de su miseria es el sistema comunista. Abrirles la cabeza, desmontar el adoctrinamiento, mostrar una y otra vez la relación directa entre dictadura, pobreza y sufrimiento.
El exilio tiene una responsabilidad histórica y afectiva, pero también un deber moral: no perpetuar con su ayuda ciega un mecanismo que prolonga la vida artificial del régimen.
Llega, sin embargo, un punto crítico. Si después de incontables conversaciones, de mostrar la verdad con hechos, de explicar que sin remesas el régimen los somete al hambre y la enfermedad; si después de mil pruebas de que el sistema está podrido hasta la raíz, la persona sigue defendiendo al opresor, entonces el exilio debe hacer un acto de conciencia. No para castigar, sino para despertar.
En muchos casos, la única sacudida capaz de devolver la razón es dejar que vivan, aunque sea temporalmente, como vive el pueblo cubano: sin remesas, sin privilegios, sin el salvavidas que les permite criticar en privado pero apoyar al régimen en público. A veces solo el hambre real, la falta de recursos, hace caer el velo que la propaganda mantuvo durante décadas.
Es un dilema moral complejo. Afecta familias, vínculos afectivos, generaciones enteras. Pero Cuba atraviesa su momento definitivo. La economía está colapsada, el aparato ideológico se resquebraja, la legitimidad del régimen se evapora, la diáspora crece a ritmos de posguerra y el pueblo pierde el miedo a un ritmo que ya no puede revertirse.
En este punto, la quinta columna interna —ese sector que sostiene al régimen por conveniencia, dependencia o cobardía— se convierte en un lastre que aplaza la libertad. Cada remesa que sostiene esa actitud de sumisión es, sin quererlo, un tanque de oxígeno para la dictadura.
Por eso el exilio tiene una misión crucial. Debe actuar con conciencia, con firmeza y con sentido histórico. Ayudar cuando la ayuda despierta, cortar cuando la ayuda adormece. No abandonar, sino rescatar. No destruir vínculos, sino reconstruir conciencia. Mostrar que la verdadera lealtad patriótica consiste en romper con el sistema que destruye a Cuba, no en darle soporte. La isla está en su hora final, y para dar el empujón definitivo se necesita la unidad de quienes están dentro y fuera del país.
El momento de la ruptura moral ha llegado. Y la responsabilidad recae, en buena medida, en el exilio, que hoy tiene el poder de acelerar ese despertar. Cuba lo necesita. La historia lo exige. Y la libertad, tantas veces postergada, depende de ese último acto de lucidez colectiva.