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Por Luis Alberto Ramirez ()
Miami.- El anunciado juicio contra el ex viceprimer ministro de Economía de Cuba, Alejandro Gil Fernández, no será justo ni contará con las mínimas garantías procesales. Y no lo será, porque en Cuba la justicia no existe como poder independiente, sino como un instrumento más del régimen para castigar, disciplinar o eliminar a quien ya no sirve a sus intereses. En el país no hay separación de poderes, solo un único poder: el del Partido Comunista, que controla los tribunales, la fiscalía, la defensa y hasta a los testigos.
En el discurso oficial, la justicia cubana se presenta como una “legalidad socialista”, expresión que no oculta su verdadera naturaleza: un sistema subordinado al gobierno, donde el derecho se interpreta según la conveniencia política del momento. Los abogados no son profesionales libres, sino funcionarios del Estado. Todos los bufetes pertenecen al Ministerio de Justicia y la mayoría de los abogados militan en el Partido Comunista. En esas condiciones, la defensa de un acusado no es más que una representación teatral.
El sistema judicial cubano conserva la estructura del viejo derecho español, pero adulterado para servir a los fines del régimen. Un juez profesional, dos “legos” (jueces no profesionales, generalmente militantes del partido o del sindicato oficial), un fiscal y un abogado de la defensa componen el tribunal. No hay jurado ni independencia de criterio. Así se imparte justicia en Cuba: sin transparencia, sin contradicción, sin derechos reales para el acusado.
Yo mismo viví esa experiencia. El 20 de marzo de 1989 fui juzgado en el Tribunal Popular de La Habana. Una semana después, ya en el Combinado del Este, recibí mi sentencia. Pero el documento señalaba que esta se había hecho firme el día 16 del mismo mes, es decir, cuatro días antes del juicio. Esa simple irregularidad bastaría, en cualquier país de derecho, para anular el proceso. En Cuba, en cambio, solo confirmaba lo que todos sabíamos: que el juicio era una farsa y la condena estaba escrita de antemano.
Alejandro Gil no será la excepción. Como ocurre siempre, su juicio será un espectáculo político. La sentencia ya está redactada, y el tribunal solo cumplirá la función de legitimarla ante la opinión pública interna y, sobre todo, ante el Partido. No se trata de determinar culpabilidad o inocencia, porque en Cuba eso lo decide el Estado, sino de demostrar quién manda y qué le ocurre a quien se atreva a fallarle al sistema.
El régimen cubano insiste en que no existen presos políticos, pero la realidad es otra. En Cuba, todos los delitos tienen un trasfondo político, porque cualquier acto, desde una crítica hasta un error administrativo, puede considerarse una afrenta al poder totalitario. Así, el control judicial se convierte en un mecanismo de represión ideológica, y las cárceles, en depósitos de disidentes, inconformes o chivos expiatorios del fracaso económico.
En ese contexto, el juicio a Alejandro Gil no será más que un nuevo episodio de esa larga historia de injusticia institucionalizada. Un proceso sin garantías, sin independencia y sin verdad. Porque en Cuba, donde el Estado lo decide todo, incluso la justicia es culpable.