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Por Anette Espinosa ()

La Habana.- En el video que recorre Cuba no hay lugar para la duda. No es lo que se dice, es la frialdad con la que se pronuncia. Mientras una mujer, con la desesperación pintada en el rostro, le expone la crudeza de no tener una cama donde dormir, la respuesta del presidente Miguel Díaz-Canel se pierde en tecnicismos y una defensa institucional que suena a insulto. Su lenguaje corporal, su tono, la ausencia total de conexión humana con el dolor que tiene delante, comunican más que cualquier discurso: aquí no hay un ápice de empatía.

Frente a la evidencia visual, ninguna transcripción oficial podrá reparar el impacto. Ninguna aclaración de su equipo de comunicación, por minuciosa que sea, logra enmendar la frialdad de quien, en el momento crucial, eligió la justificación sobre la solución. La forma en que se responde a una persona que ha perdido todo no puede ser un ejercicio de retórica burocrática. Es, o debería ser, un acto de compasión y de urgencia.

Las ciberclarias y los periodistas allegados saldrán, como es habitual, a defender lo indefendible. Argumentarán sobre la complejidad de la logística, sobre el bloqueo, sobre las difamaciones de la prensia mercenaria. Pero no podrán borrar la imagen de un presidente incapaz de reflejar, en un gesto siquiera, el dolor del ciudadano al que juró servir. Su defensa es el último reflejo de una estructura de poder que ha normalizado la desconexión total con el sufrimiento del pueblo.

La incapacidad del presidente

Mientras tanto, la solución concreta, la que esa mujer y su comunidad necesitaban en ese instante, brilló por su ausencia. No hubo una orden inmediata, no hubo un gesto de compromiso tangible. Solo palabras que se las llevó el viento huracanado, dejando tras de sí el mismo vacío de siempre. La acción, esa que no pide permiso y se mide en camas, techos y alimentos, fue nuevamente pospuesta en favor de la narrativa del poder.

La verdadera ética de un gobernante no se mide en los discursos que le escriben, sino en la reacción visceral frente al dolor ajeno. Y lo que se vio en el oriente del país fue la confirmación de una lógica perversa: para esta cúpula, el pueblo es un estorbo narrativo, una anécdota incómoda que interrumpe la épica de un gobierno que se cree exitoso. La dignidad de la que tanto hablan no se garantiza con actos de repudio digitales, sino con una cama para quien no la tiene.

Al final, el registro queda. Queda en la mirada de esa mujer, en la crudeza del video y en la memoria de un país que ya está cansado de promesas. Díaz-Canel no tiene un pelo de empático. Lo demostró con sus gestos. Y ningún ejército de aplaudidores podrá forjar lo que la naturaleza no le dio: la capacidad genuina de conmoverse y actuar ante el sufrimiento de su pueblo.

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