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Por Anette Espinosa ()

La Habana.- A Margarita Gutiérrez le empezó a doler el oído hace una semana. Uno piensa que un dolor de oído es de las cosas más pequeñas del mundo, de las que se arreglan con un poco de silencio y una gotas que hagan cosquillas dentro de la cabeza, pero en Cuba hasta un dolor de oído puede convertirse en una epopeya kafkiana, en un viaje al centro de una burocracia que no duele, simplemente ignora, que es peor.

Margarita lo tomó como algo pasajero, como quien espera a que escampe, pero el dolor no escampó, y al cuarto día fue al policlínico. Allí le dijeron que no había especialista. Que volviera al día siguiente. Es lo primero que aprendes en el sistema de salud cubano: la paciencia, que es otra forma de decir resignación.

Al otro día, en el cuerpo de guardia, unos estudiantes de Medicina —de segundo año, subrayaron, como disculpándose o como advirtiéndole— le dijeron que no tenían idea de lo que podía tener. Que volviera al día siguiente o que pasara por la farmacia y comprara algo.

Uno imagina a aquellos chavales, verdes aún, con más dudas que certezas, ejerciendo de médicos porque el sistema los pone ahí, en la trinchera, sin armas.

Margarita, con su dolor de oído que ya empezaba a ser un misterio filosófico, fue a la farmacia. La farmacéutica, que debe de ser una mujer sin ilusiones, le soltó la pregunta que resume todo: «¿En qué país tú vives?». Una pregunta retórica, claro. Una bofetada de realidad.

Aguantar hasta el 26 de diciembre

Margarita volvió al policlínico. Igual: no había especialista. Decidió entonces subir la apuesta e ir al hospital. Era lunes. Pero en el hospital, como en una mala obra de teatro donde siempre falta el actor principal, tampoco había otorrino.

Aguas albañales en el hospital de Güines

Le dijeron que volviera. Y ella volvió, este jueves, con la fe del que no tiene más remedio que creer en los milagros o en la puntualidad de los funcionarios. Ayer, por fin, le dieron cita: para el 26 de diciembre. Suponen que para entonces, quizás, haya un otorrino en Güines. Mientras, el dolor de oído de Margarita sigue ahí, como un ruido constante que le recuerda que el tiempo en Cuba es distinto, sobre todo para los que esperan.

Todo esto ocurre en Güines, el mismo municipio donde el hospital Aleida Fernández tiene las aguas albañales corriendo por los pasillos. Donde hay que comprar la cama si quieres que te atiendan. Donde el deterioro es tan físico y tan evidente que duele en los ojos.

Güines es un lugar donde la salud pública es una heroicidad cotidiana para los pacientes y un acto de fe para los que, mal que bien, intentan trabajar allí. Un lugar que es como un símbolo de algo que se rompió y que nadie sabe, o quiere, arreglar.

La crónica de un desgaste

Y en medio de este paisaje, el director del hospital se ha convertido en una especie de luchador de redes sociales. En lugar de otorrinos, hay tuits. En lugar de soluciones, hay respuestas airadas a las críticas. Usa un lenguaje crítico e inquisidor, dicen. Se defiende. Ataca.

Mientras, las aguas sucias siguen su curso y Margarita tiene cita para dentro de semanas. Es fácil imaginar el esfuerzo de este hombre por mantener a flote un barco que hace aguas por todos lados, pero uno no puede evitar pensar que, a veces, en lugar de gastar tanta energía en defenderse, bastaría con conseguir un otorrino para Güines.

Al final, la historia de Margarita y su oído es la historia de muchos. Es la crónica de un desgaste. La anécdota que no es anécdota, sino sistema. Un sistema que prometió tanto y que ahora no puede con un dolor de oídos, que deja a sus ciudadanos navegando en un mar de gestiones absurdas y esperas interminables. Donde la respuesta final no es un diagnóstico, sino una pregunta que resuena como un golpe sordo: «¿En qué país tú vives?». Y Margarita, y todos, lo saben. Viven en el país de la paciencia. Donde lo único que no falta es el dolor y la fecha para dentro de un mes.

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