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Por Eduardo González Rodríguez ()
Santa Clara.- Dicen que una vez Zeus se disfrazó de artesano para caminar de incógnito entre los ciudadanos de Corinto. Quería saber de primera mano qué pensaban de él los hombres y mujeres de la ciudad.
Mientras caminaba entre la gente, notó que los comerciantes solo hablaban de sus negocios, de la calidad de sus productos, de lo difícil que era vender y recuperar a tiempo el dinero para reinvertirlo. Los pocos compradores en la plaza protestaban los precios del vino, de la harina y el aceite. La existencia se había tornado difícil, tan difícil, que los que hoy podían darse el lujo de gastar unas monedas, podían ser los mismos que mañana estuvieran mendigando un trozo de pan en el mercado.
A Zeus le pareció muy raro que nadie hablara del Olimpo, que ni un alma rogara prosperidad delante de los dioses, así que, iracundo y despechado, pensó en regresar a su trono y enviar una lluvia de rayos sobre los ciudadanos de Corinto.
Cuando iba de regreso, vio a un artesano que tenía en venta unas pequeñas estatuillas encima de una mesa. Zeus se detuvo y estuvo un rato en silencio observando aquella mercancía. Allí vio las estatuillas de Hermes, de Apolo, de Ares. Incluso, descubrió una estatua blanca de sí mismo casi oculta detrás del semidios Hércules.
-¿Cuánto valen las estatuas? -Preguntó Zeus al artesano.
-¿A cuál de ellas se refiere? -Quiso saber el hombre.
-¿Cuánto vale la de Zeus?
-¡Es extraño! -Dijo sonriendo el artesano- Ya casi nadie las compra. Puede llevarla por un Dracma.
-La de Apolo, ¿cuánto vale?
-Esa puede llevarla por dos Dracmas.
-¿Dos Dracmas? ¿Una estatua de Apolo vale más que la de Zeus, el dios más poderoso del Olimpo?
-Asi van estos tiempos. Ya le dije, las estatuas de Zeus no se venden.
-Y la de Hércules, ¿cuánto vale?
-Las de Hércules son las que mejor se venden. Son tres Dracmas.
-¡Pero ni siquiera es un dios!
-Precisamente por eso, porque es un semidios, son las que más se venden. Ya nadie cree en los dioses del Olimpo. Ya no es posible respetar y adorar a Zeus. Vive muy bien en lo alto, rodeado de sus dioses adulones y enceguecido por la soberbia que emana de su poder. Mientras, Corinto vive en la miseria. Cuando los ciudadanos levantan en la plaza sus manos hacia el cielo y piden pan, Zeus les manda un rayo o revuelve el mar con una tormenta de tres días. ¿Quién puede amar a un dios así? ¿Quién quiere tener debajo de su techo una estatua del dios infame que lo cubre de miseria?
Zeus contuvo la ira dentro del pecho y miró a los ojos del artesano. No había odio en ellos, ni reproche, solo su propia imagen prepotente disimulada detrás del albornoz.
-Como supongo que no es de por aquí, -le dijo el hombre finalmente- y como veo que otra vez las nubes están anunciando una tormenta, le propongo algo: puedo darle por tres Dracmas una estatua de Apolo y una de Hércules. La de Zeus se la dejo de regalo.
P/D: Aquí no hay moraleja. Solo un deseo. Ojalá que a todo poderoso se le ocurra un día disfrazarse y descender del trono para conocer de primera mano lo que de él piensa el pueblo. Pero ya están avisados por Zeus, el último dios que bajó a la tierra y regresó al Olimpo lleno de odio por los hombres.