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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- Todo el mundo en Santiago lo sabía. O, al menos, todo el mundo en Santiago, cuando se entera ahora, dice que ya se lo olía. Que en este calor, con esta resignación que gotea como el sudor en la nuca, algo así tenía que pasar. La noticia era solo cuestión de tiempo. El crimen de Ángel Luis Mercantety Quiñones, el jubilado desmembrado, es de esos que no necesitas leer; con el titular basta para que se te enfríe el café y pienses que la isla se hunde un poco más en un pozo del que ya no se ve el fondo.
Y ahí está José Luis Fernández Torres, de 60 años, con su pulóver a rayas y sus mocasines, paseando esposado por el arroyo del Reparto Micro 1B como si enseñara a unos amigos un lugar para pescar. Él, que era trabajador de Educación, que tal vez mañana mismo debería estar en una Escuela Especial, explicando a los niños dios sabe qué, señala con calma dónde fue soltando, «poco a poco», pedazos de un hombre con el que antes había bebido ron. La normalidad es lo más terrorífico. La normalidad del mal.
Todo empezó, o eso dicen los papeles, con una discusión por deudas. Siempre es por deudas, o por ron, o por ambas cosas, que son al final la misma: la miseria que se reparte en vasos y en cuotas. Un tubo. Golpes. Y después, el silencio y la tarea. Desmembrar un cuerpo no es fácil, pero él lo hizo. Y lo que no cabía en dos refrigeradores, lo fue tirando a la basura de la ciudad, como quien se deshace de las sobras de una comida que no le supo bien.

En el patio de su casa encontraron una jarra con grasa humana. Dos pomos con carne frita. Una bolsa con costillas. La cabeza del anciano apareció en un contenedor, cerca de la TRD, donde la gente compra lo que puede y mira para otro lado. Es la Cuba de ahora: la que fríe y guarda, la que tira y esconde, la que descubre horrorizada lo que ha estado cociéndose a fuego lento en sus propias casas.
Fernández Torres es de Holguín. Allá tendrá familia que hoy no sabe qué decir, o que lo defenderá diciendo que era un hombre tranquilo, educado, un trabajador. Es siempre el mismo cuento. El monstruo nunca es el monstruo hasta que deja de ser el vecino. Hasta que abres su refrigerador y encuentras lo que no debería estar ahí, lo que te hace mirar tu propio almuerzo con un miedo repentino.
Santiago está estremecido, claro. Pide justicia ejemplarizante, como si la ejemplaridad cupiera ya en un lugar donde lo ejemplar se perdió hace mucho. El caso es atroz, sí. Pero lo más atroz no es la carnicería, sino la naturalidad con la que ocurrió. Como si aquí el canibalismo, al final, solo fuese la siguiente parada lógica en un país que se devora a sí mismo desde hace décadas. Ya se veía venir. (Las fotos y la información para elaborar este texto son del periodista Yosmani Mayeta)