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En los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, cuando la derrota se volvía inevitable para Japón, la desesperación se transformó en ingeniería. Así nació el Kaiten —que en japonés significa “retorno al cielo”—, un arma letal y trágica: un torpedo guiado por un ser humano, sellado en su interior con un solo destino posible.
Ideados como una respuesta al abrumador avance aliado en el Pacífico, los Kaiten no eran simples proyectiles: eran vehículos de autoinmolación. Diseñados para ser lanzados desde submarinos, su piloto debía guiar el torpedo hacia un objetivo enemigo, corrigiendo el rumbo mediante un periscopio rudimentario y controles manuales. Si no alcanzaba el blanco, tenía la opción de detonarse desde el interior. No existía plan de escape.
El reclutamiento para el programa no era forzado: miles de jóvenes, convencidos por el ideal del sacrificio por la patria, se ofrecieron voluntariamente. Muchos de ellos no llegarían al campo de batalla: el entrenamiento era tan peligroso como la misión misma, y al menos quince pilotos murieron durante las pruebas.
El primer ataque exitoso ocurrió en noviembre de 1944, cuando un Kaiten hundió el petrolero USS Mississinewa, causando la muerte de 63 marinos. Paradójicamente, uno de los creadores del arma estaba dentro de ese torpedo, llevando consigo las cenizas de su compañero fallecido en las pruebas. Fue un golpe simbólico… y fatal.
Pero los éxitos fueron escasos. El USS Underhill fue otra de las pocas víctimas directas, destruido en 1945 por dos Kaiten que lograron perforar su casco y causaron la muerte de la mitad de su tripulación. A pesar de estos episodios, el balance general fue desolador: apenas 187 muertes aliadas frente a cientos de vidas japonesas sacrificadas.
El Kaiten no fue una victoria técnica ni táctica. Fue un testimonio sombrío de hasta dónde puede empujar la guerra a una nación acorralada. Una mezcla de fervor, tragedia y tecnología dirigida no a ganar… sino a morir con honor. (Tomado de Datos Históricos)