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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Cuba es un país que lleva décadas repitiendo los mismos errores con la obstinación de un borracho que insiste en que esta vez no se caerá. Desde 1959, la isla ha sido un laboratorio de fórmulas económicas fallidas, donde cada «medida extraordinaria» acaba siendo el mismo parche gastado sobre la misma herida abierta.
La crisis no es coyuntural; es estructural, crónica, casi genética. Y sin embargo, los gobernantes —ahora con Díaz-Canel a la cabeza— siguen aplicando las mismas recetas mientras esperan, contra toda lógica, un milagro distinto.
El inmovilismo político es tan brutal que da risa. O lástima. O ambas. Mientras el mundo avanza, Cuba sigue anclada en un socialismo burocrático que ni siquiera los propios cubanos se creen ya. Las empresas estatales, esas joyas de la ineficiencia, cierran por docenas, pero en lugar de permitir que florezca el sector privado, el gobierno lo estrangula con regulaciones absurdas. Como si el enemigo no fuera la pobreza, sino la prosperidad. La resolución 56/2024, que obliga a las mipymes a vender solo al Estado, fue el último disparo en el pie de una administración que prefiere controlar todo —aunque sea mal— antes que perder el monopolio del fracaso.
La economía cubana es un cadáver que ni siquiera el turismo —antes salvavidas— logra reanimar. En 2025, las llegadas de visitantes caerán otra vez, y el gobierno, en lugar de preguntarse por qué los hoteles están vacíos mientras Cancún y Punta Cana baten récords, culpa al «bloqueo» y a la «guerra económica». Pero el verdadero bloqueo es interno: es la obsesión por centralizar, por ahogar cualquier iniciativa que no lleve el sello del Partido. Mientras, la gente hace cola para comprar aceite a precios de champán, y los apagones duran más que uno de aquellos maratonianos discursos de Fidel Castro.
Lo más tragicómico es que los dirigentes cubanos parecen genuinamente sorprendidos cada vez que sus planes fracasan. Como si después de 60 años de desastre, alguien pudiera esperar que esta vez salga bien. La zafra azucarera es un chiste, la inflación ronda el 28%, y el PIB se contrae mientras ellos hablan de «economía de guerra» —un eufemismo para «no tenemos ni idea».
Pero en lugar de reformar, repiten: más control, más fiscalización, más discursos vacíos. Es el síndrome de Einstein aplicado a la política: locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando resultados diferentes.
El miedo al cambio es comprensible: cualquier apertura real amenazaría el poder de una élite que lleva décadas viviendo como aristocracia revolucionaria. Por eso prefieren matar de hambre a las mipymes antes que admitir que el sector privado —ese que ellos llaman «no estatal» como si fuera un apestado— es el único que mantiene a flote lo que queda de país. La hipocresía también es política de Estado.
La represión, claro, es la otra pata del régimen. Cualquier crítica se paga con cárcel, y el 11J, por ejemplo, dejó claro que el gobierno prefiere balas a diálogos. Presos políticos hay más de mil, según Prisoners Defenders, y a los disidentes los acusan de «agentes extranjeros» con la misma creatividad con que Fidel Castro usaba el embargo yanqui como chivo expiatorio.
Sin embargo, ya ni eso funciona: la gente no protesta por ideología, sino porque no aguanta más vivir sin luz, sin comida, sin futuro.
Cuba es un polvorín, y los gobernantes lo saben. Por eso monitorean redes sociales las 24 horas, por eso llenan el país de salas de vigilancia, por eso le tienen pánico al 11 de julio. Pero el problema no son las protestas; es la realidad que las provoca. Mientras sigan creyendo que el socialismo se salva con más control y menos libertad, el colapso será inevitable. La historia no perdona a los que insisten en equivocarse.
Al final, la isla se vacía. Los cubanos se van a cualquier lugar. O se mueren de hambre y desidia. Y quienes se quedan malviven entre apagones y promesas rotas. Díaz-Canel puede seguir echándole la culpa a Estados Unidos, pero la verdad es más sencilla: no puedes esperar resultados diferentes si haces lo mismo. Y Cuba lleva demasiado tiempo haciendo exactamente lo mismo.