
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Oscar Durán
La Habana.- Hay un punto en La Habana que fue, durante décadas, una especie de altar cívico: la esquina de 23 y 12. Ahí, Fidel Castro solía plantarse como quien abre los cielos con la voz, derramando discursos de horas, frases infladas de patria y épica barata. Era otro país, con otro pueblo, con otra hambre. Hoy, el hambre sigue, pero la fe se fue.
Hace poco, intentaron reeditar aquel show. Montaron tarima, pusieron bocinas, trajeron a los mismos de siempre con sus consignas enlatadas y su entusiasmo impostado. Querían que 23 y 12 vibrara como en los tiempos en que las palabras parecían tener más peso que los víveres. Pero el pueblo, sencillamente, no fue. Ni se acercó. Los dejaron con el eco.
Porque la Cuba de 2025 no está para arengas. La gente anda con la cabeza hundida en las colas, los zapatos rotos de patear el asfalto buscando arroz, las esperanzas secas de tanto pedir. Ya no importa quién grita más fuerte en una tribuna. El cubano quiere comida, luz y un mínimo de dignidad. Y eso no lo resuelve ningún discurso.
Lo que ocurrió en 23 y 12 fue una postal triste del fracaso. Como esos cumpleaños donde nadie va, aunque se mandaron las invitaciones con tiempo. Algunos intentaron justificar la ausencia con que el pueblo estaba ocupado. Claro que lo está: ocupado en sobrevivir.
El gobierno no lo ve, o no quiere verlo. Siguen creyendo que la ideología es un plato que llena. Pero el estómago manda más que el corazón. Y el de los cubanos ruge sin descanso.
No hay epopeya que valga si en la mesa no hay comida. No hay revolución que se sostenga si el pueblo, sencillamente, le da la espalda. 23 y 12 fue un teatro sin público. Un acto de magia sin truco. La prueba más evidente de que este pueblo dejó de creer hace rato.
Porque ya no hay esquina que los devuelva al pasado. La verdadera revolución —la única que vale— es la que empieza en los estómagos vacíos y en las gargantas que claman por libertad.