Por Manuel Viera
La Habana.- Hace más de 20 años vinieron por primera vez a Cuba unos amigos mexicanos que me contrataron a través de un familiar para conducirles un microbus por unos 10 días. Eran muchos, si mal no recuerdo como 9 mexicanos del estado de Chihuahua. Un par de ellos han venido muchas veces y somos hoy como hermanos dos décadas después.
Un día los llevé a Marazul, a ellos les encantaba aquel ambiente de prostitución arenera, alcohol y músicos por 20 dólares la hora. Saliendo de la playa, como a las seis de la tarde, fuimos a comer a un restaurante muy cercano a la rotonda de la entrada. Desde que llegamos, el camarero, un señor de unos 60 años, comenzó un juego de discriminación muy feo hacia mí. Pretendió hacer ver que en la mesa ya no había más lugares e intentó que comiera solo en un rincón a lo que los mexicanos respondieron haciéndome espacio en su mesa. Luego no me puso cubiertos, ni agua, y mis amigos me dieron parte de lo suyo. Después no había mi pedido de la carta. Por último, el señor trajo toda la comida, menos la mía, que llegó cuando ya todos habían comido.
Mis amigos se habían percatado y ya llevaban rato haciendo bromas. Decían cosas así como: «vaya, Manuel, qué cariño te tiene Don Adolfo». «Qué ‘bien’ te ha tratado el señor», cosas por el estilo.
Luego se pusieron de acuerdo y me entregaron un rollo de billetes de 100 dólares y pidieron la cuenta. El señor Adolfo la trajo y la colocó frente al mexicano que estaba en la punta de la mesa y este le dijo:
– No, Don Adolfo, nosotros somos invitados de el Señor Manuel, el es el que paga todo.
El camarero se retiró más blanco que un papel y yo me quedé contando billetes como todo un empresario. Entonces, mis amigos me dijeron en mexicano puro:
-Mira, Wey, a este viejo mamón no le dejes un solo peso de propina.
Así lo hice, y era evidente que mientras me ayudaba, incluso a pararme de la mesa, «Don» Adolfo quedaba contrariado y muy molesto consigo mismo.
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