Por Carlos Carballido (9
Dallas.- Tengo la suerte de vivir en un barrio antiguo encajado en el norte de Texas. Llegué aquí con más esperanzas que posibilidades y aunque no me quejo, solo vivir en esta especie de pueblo de las películas es lo que va quedando.
Cada vez que puedo, o más bien la esclavitud del trabajo rudo me da licencia, lo recorro en largos paseos junto a mi perrita, o en bicicleta, o sencillamente ejercitando la mal llamada meditación, que no es más que la tortura de repasar cada minuto de esa película grotesca del desterrado.
Nos obligaron a irnos. Escapar fue más que una bendición, la única opción razonable en un país de mierda, pero también un lastre jodidamente fuerte entre la nostalgia y el apego a lo que fuimos obligados a dejar allá.
En cada recorrido veo cada vez más viejo al viejo barrio que me abrió los brazos cuando Miami me lanzó como un escupitajo hacia donde llegara la gasolina de un camión de mudanzas. Han pasado 13 años de la primera vez y es como si el tiempo se hubiera detenido mientras, a pocas millas, las ciudades son como Babeles furiosas donde se despersonalizan los humanos.
Mi barrio se resiste, pero se va autofagocitando poco a poco con el avance de la modernidad. Todavía aquí puedes ver garages abiertos sin temor al robo, bicicletas y velocípedos tirados en el jardín, mesitas con artesanías y libros para que los lleves y dejes el dinero que tú consideres. Carteles con un revólver que advierte claramente “We Don’t call 9-11” y muchísimas banderas americanas ondeando junto a la del Lone Star.
Los texanos nativos del barrio son amables y respetuosos. Los ancianos desde sus patios te saludan al pasar. Algunos, extrañados, me preguntan sobre mi “heritage”, porque mi físico es como el de ellos, pero mis voces de mando para que la perra no defeque en lugares inadecuados no son “native” como suelen llamarse entre ellos.
Les explico a grandes rasgos. Todos terminan preguntando si aquí corremos el peligro de convertirnos en lo mismo de donde escapé. Mi respuesta es siempre pesimista y ellos coinciden.
Vivir en un “old town” es agradable aunque lo veas morir de poquito en poquito. Por suerte la metástasis es lenta y yo estaré a salvo unos años más.
América (como los valores) está muriendo y es la única realidad que veo.