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A AMADO DEL PINO

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Por Renay Chinea

Barcelona.- Por esos destinos desgraciados de los amores juveniles, se acabó mi relación con Ella. Pero no voy a hablar de “Ella” que fue meticulosamente genial… y olvidada, y hoy lee estas líneas, en ese cómoda y rocambolesca paz que da el sustrato de las cenizas apagadas.
Nos dijimos adiós y punto. Cuando eché a andar, sentí que me alejaba, pero mi corazón, hecho una birria se quedaba atrás, trastabillado, vacío y torpe. Solo nuestro perro, es decir —el de ella— sin saber que un cambio gramatical lo había llevado del plural al singular vehemente, vino a moverme por última vez, lastimosamente, la cola. Como el perro de Odiseo que esperaba a la entrada de la villa, ¡no lo vi más.!
Al llegar a casa, me hundí en un butacón desvencijado y sin fondo, hasta que sonó el teléfono.
Solo dije: dime… y él me respondió: voy para allá: ‘era Amado! Ese gran amigo que aunque siempre Quijano, sabía también hacer de Sancho. Había esa noche carnavales en La Habana. Y a rastras, eché a andar cojo de amor, vencido y trémulo, por todo el malecón desde Miramar a Prado, el cinturón chic de esa ciudad destartalada.
No sé cómo escribir de lo sagrado. ¿Cómo vas a escribir de un amigo muerto que ha sido tantos hombros para almohadar el llanto, tantos cobijos de nostalgia, tantas noches de desasosiego, y finalmente, para no quedarme atrás: “tantas primaveras”?. Amado fue un sobreviviente del alcohol. Era ese tipo de borrachito genio, que más bebía y más se le alebrestaban las metáforas. Cruzaba las calles de La Habana sin enemigos naturales. El alcohol lo anclaba en el estado sostenido de la grandeza.

Yo, que no era entusiasta de los destilados, —soy un hombre de alcoholes fermentados, lo deduciría luego— lo escuché muchas veces decir: véate sobrio entre borrachos: maldición gitana. En una Habana sin vinos y pocas cervezas, lo acompañaba en ese viaje hacia la dicha en que vivía. Su nombre, está en lo más alto de la Literatura cubana. Llenito de alcohol como la Luna, con su cara ancha y regordeta, sacaba de su borrachera personajes, absurdos comportamientos de la gente, contradicciones, desmerecimientos. Su teatro, es del absurdo, entre Ionescu y O’Neill. De varios años juntos… de tantas noches deambulando entre calles habaneras llenas de tormento y siempre alcohol, nació en uno de sus libros el reflejo de mi padre.
Esa noche de carnaval, acompañó mi costado herido sin melindres y sin paños falsamente tibios . Lárgate y punto… me decía. ¡Lárgate de aquí…! A este país solo lo aguanto yo porque no estoy —de hecho—, me decía y empinaba su vasito plástico con ron, mientras la siempre brisa nos mecía y convocaba.
Esa noche, borrachos los dos, fuimos a parar hasta la estatua del gran poeta Juan Clemente Zenea, al final del Prado.
“En la tumba del poeta no hay un sauce ni un ciprés”.
—Has perdido a Rosalina— me decía. Vete de aquí, que te espera un balcón en Verona donde baile para ti Julieta “con quien parece que el fuego aprendió a danzar”. ¡Yo soy Mercucio, el amigo que hace que te levantes del heno…!
Y bebía y declamaba con sus deditos gruesos: ¡Pero calla! ¿Qué luz brota de aquella ventana? ¡Es el Oriente, y Julieta es el sol!
Muchos años después Amado pudo dejar el alcohol. Su tez pasó del cobrizo efervescente al abstracto tenue que trae la sobriedad. Hay animales que no toleran el cautiverio. Hay cautivos que no toleran la libertad. Sin alcohol, el gran Amado pasó a ser una caricatura sana de sí mismo, un astro apagado sin colesterol pero con hígado. Tuve la suerte de invitarlo a casa aquí en España. Nos fuimos juntos hasta la tumba de Machado, en Francia. Tuve la sensación de que había dejado la adicción, pero se había desmontado de su estado natural, de ese caballo de fuego del alcohol que lo hacía grandioso. Amado padecía la desgracia de que el alcohol lo llevaba a la grandeza. La sobriedad, era su lámpara apagada, su infecundidad, su noche.
Horas antes de morir, víctima quizás —de todas formas— de un alcohol que había dejado pero se la tenía jurada, le pidió a su mujer papel y lápiz y me dejó una nota. Hoy, habría cumplido 64 años.
En la vorágine de las noches habaneras, me decía: yo quiero morir joven. Y yo le respondía: Calla calla.. .solo Dios dispone y provisiona. Se fue, finalmente, con la edad que yo tengo ahora. Y me ha dejado en una soledad enorme.
Como homenaje le he dedicado este poema, a mi querido Mercucio:

A mi hermano Amado del Pino, que siempre me decía:

Y mi hermano siempre me decía/
quiero morir feliz y joven sin que me asedien los cuarenta inviernos/
de la vejez/
que trepa como un caracol/
despacio/
y derrota la vida que se despreviene y la carcome/
Quiero morir invicto con mi poesía/
Mi hermano siempre me decía/
Quiero marcharme intocado por la fama que asfixia la ventura electrizante de vivir a rastras/
Inadvertido por las penas/
que nutren la sabia del dolor/
y agigantan cada pérdida/
como un espantapájaros en medio de un campo de maíz./
Irme de aquí/
—y sus manos torpes por el aire/—
me decían:/
Sin recalar en la marisma de un hospital avieso/
que me mira pasar con mi pasito enclenque/
de animal trastabillado/
y mi equilibrio roto de gordo desmedido/
que me miran/
cómo se mira un cuerpo inerte de pájaro abatido en el alambre/
Descuartizado en la pesa mundana de los días/
Yo quiero morir pronto, con la arcilla cocida/
con la gloria de un zapato que supo chancletear los camellones de la tierra herida/
por donde pasaron los tractores/
la pisada de un buey manso y ungido por mi padre/
con sus manos con callos y pequeñas heridas que cicatrizaban al final de la jornada abrasadora/
Yo moriré joven —nos decías/
y empinabas argumentos nobles y sinceros /
Subterfugios hondos de melancolía/
rebañados en alcohol/
Mi hermano me decía/
yo no quiero seguir la oscura sombra que en silencio irrumpe/
quiero tener firmes por siempre las encías/
mis dientes de marfil empobrecido/
La muela de moler amargos resquemores/
el pulso tembloroso que arranca de mis lluvias
y tambalea mis fantasmas al viento/
Quiero quedar en poesía/
La savia que me dieron de beber los muertos/
los descamisados/
Aquí les dejo/
la espuma de mis labios/
tensos y sublimes/
declamando/
mi última derrota que veo venir/
alegremente/
Amado siempre me decía.

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