Por Esteban Fernández Roig Jr. ()
Miami.- Pasada la euforia de Los Reyes Magos dirigíamos toda nuestra atención al Estadio del Cerro. Yo tenía 12 años, formamos el equipo “Las Aguilas”: El manager era un muchacho mayor llamado Eugenito, que trabajaba en la oficina del procurador Enrique Bin Álvarez.
La nómina era esta: pitcher: Luis Bin; catcher, Noé Llanes Vivó; yo en la primera, y componían el piquete Joaquín Bin, José A. Goiriena, Milton Sori, mi hermano Carlos Enrique, mi primo Carlos Manuel Gómez, Pupi Menéndez y Oscarín Castro.
Vivíamos completamente convencidos de que seríamos grandes y famosos peloteros. Ya de mayores podemos alardear con melancolía de que “no llegamos a las Grandes Ligas simplemente porque nos lesionamos una rodilla en un solar yermo de Regla, Guanabacoa o en Holguín”
Admirábamos a Roberto Ortiz, a Edmundo Amorós, a Asdrúbal Baró, a Orestes Miñoso, Panchón Herrera, Pedro Ramos, Camilo Pascual, y a “The Rifleman” Chuck Connors… Esos eran nuestros héroes e ídolos.
Jugando a la pelota con los niños de mi edad me creí ser buenísimo, y ya me veía en el futuro haciendo mejores atrapadas que Willy Miranda en el campo corto y metiendo más jonrones que Perico (300) Fomental.
Mas tarde descubrí que solo llegaría a cargabates en “la Liga de Hollejo” de Alberto Padín, en el estadio de Güines.
Vino la hecatombe y hoy en día la tiranía exhorta a que los niños sean como un sanguinario y fracasado argentino, pero cuando les preguntan a los muchachitos: “¿Qué quieres ser cuando sean grandes?”, responden: “Turista extranjero” o “Escaparme y ser contratado por los Marlins, los Dodgers o los Yankees”…
Vaya, porque el deseo de ser peloteros no ha mermado, y están claros en que cuando se distinguen en el béisbol -y son buenos de verdad- brincan el charco, son firmados en las Grandes Ligas y pasan en un santiamén de tener una destartalada bicicleta en “Llega y Pon” a poseer un Mercedes Benz del año.