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YO SOY UN HUEVO CAMBIADO

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Por Gretell Lobelle
(Bitácora de Pandemia)
La Habana.- «__¿Y tú vas a salir así a la calle?», me dice la muy condenada.
«__Mami, ¿qué tengo?», respondo.
«__¿Con ese short tan corto, que se te ve todo?», insiste.
__»Yo no veo que se vea nada que no se pueda ver; y sí, voy pa’ la calle así.»
Me mira con cara de «está quema’ «. Una cara que toda la vida me ha puesto y que con los años ya se ha instaurado en ella, porque me ha dado por incorregible.
En Matanzas hay muchos prejuicios. Mi comparación es La Habana, quizá por eso la siento muy ochentera. Me encanta esta ciudad, pero una sensación desabrida se instaló en los 90′, como si le faltara un condimento especial, como si no le pudieras coger el punto justo.
Aquí escribir me cuesta. No se me activan las palabras como en Mantilla. Siento que no pasa nada. Estoy en un hermoso sitio, pero la gente no me da historias.
Salgo a la calle. Hago pocas salidas, las justas, para dejarle a ella, mi madre, todo listo para mi próximo regreso. Aquí, como en Mantilla, ando con mis 45 y mi desenfado. Esta Covid tiene a una en liberación, desaprendiendo y poniendo en su sitio lo que realmente importa. Con los meses entendí que si no cambias la actitud, este archipiélago te vuelve una pasa, te seca y se traga lo mejor de ti.
Hay días que una amanece más dispuesta. Días que sabes que serán diferentes. Si le sumas que hay quien te regala un buenos días y amaneces con la inocencia virtual que te cambia para bien la actitud. Este tiempo de pandemia me ha virado los significantes.
En este tiempo me he dejado llevar en juego íntimos por una sesión de fotos, de esas desnudas (díganos que artísticas) en el baño. Un coqueteo con la espuma para enmascarar aquellas partes del cuerpo que dicta la norma no se muestran al público.
El agua y la luz que se refleja y te dices: «ño, ¿no están tan malas?», y hasta tú misma te gustas en esas pics que sacaste. Tengo que buscar un fotógrafo que me retrate el cuerpo con ojo de arte y, aunque sea en mi casa, colgarlas, porque no creo que en una galería habanera me acepten.
Salgo con mis shorts y mi actitud. Doy un recorrido y encuentro poco o casi nada. El sol acá es «sol de playa». Estoy envuelta en dos nasobucos, unas bolsas con cosas que fui comprando, el líquido para las manos y el calor del cuerpo. En Matanzas hay otro tipo de calor, calor de costa, de mar, de sal.
Llego a un sitio donde hay bastantes cosas. Ya para estos tiempos la noción de «bastante» se ha transformado en cinco o seis productos. Me le tiro al coco rallado. Laura hace un dulce de coco que reafirma mi body positive sin misterios.
Me dice el vendedor con una amabilidad que no logro entender, como si me conociera: «Mi linda, hay macho.»
Yo miro buscándolo porque lo que veo son unos plátanos manzanos. «No veo los machos»
El muy condena’o me ha puesto los ojos chinos y me suelta: «Yo soy macho.»
Como que no entiendo hace mucho el matancero putesco, me pongo jodedora y le suelto: «ah no, por eso no, pues yo también soy macho.»
Y ahí el muy cabrón con la voz más sensual del mundo hace contacto visual y me suelta: «Mira qué bien! A mí me gustan los machos así como tú.»
Toda en sorpresa con esa respuesta desprejuiciada, le hago ojitos y me voy con mis diez plátanos machos. Feliz, oronda, sabiendo que en Matanzas también, cualquiera te puede sacar un susto, que a esta ciudad todavía le queda su gustico a más.

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