Hasta ese lado del mundo llegaba el control y la vigilancia del Estado cubano. La Embajada cubana tenía un funcionario para atender cualquier tema relacionado con los estudiantes en los ámbitos legal, académico o la asistencia médica. No se me olvida el nombre de aquel funcionario, cómo olvidar el nombre de aquel tipo alto y narizón: José Martí. Pero no era suficiente, habían colocado además a un comisario político, un tipo que presidía las reuniones del comité de estudiantes y daba directrices sobre la conducta que debíamos observar: desde el largo del pelo, el tipo de amistad con otros estudiantes, la tenencia de dólares, francos o marcos, la imposibilidad de entablar relaciones amorosas con personas no cubanas. El apellido de aquel personaje era Rojas, le decían “Rojitas” y usaba uno de esos ridículos trajes de la nomenclatura isleña: el Safari.
Para cerrar el círculo orwelliano sobre el grupo nos recogían los pasaportes, se nos prohibían viajes a otro país (incluyendo los del Este Europeo) y la obligación de asistir a la guardia trimestral en la Embajada. La violación de estas reglas conllevaba medidas disciplinarias, casi siempre se revocaba el derecho a continuar estudios en aquel país y se disponía del inmediato regreso a Cuba.
Las guardias en la embajada eran los fines de semana, un dìa con su noche. Me tocó el turno y hasta allá me fui. El Instituto quedaba en el lado de Buda, había que coger tranvías y guaguas, atravesar el Danubio rumbo oeste, a Pest. En un barrio tranquilo del distrito de Térézvàros, en una casona de tres pisos, estaba la sede diplomática de Cuba. Los estudiantes no estaban solos, siempre hubo un funcionario encargado de gestionar alguna emergencia o problema. La cosa era bien aburrida, nada que hacer, había un TV con tres o cuatro canales. Pregunté al custodio de turno si no había libros o revistas en el local. El hombre me llevó a una puerta lateral mientras me hablaba de la pequeña biblioteca en el sótano. Puedes bajar si quieres, me soltó con desgano.
Y bajé. Era un cuarto de unos 40 metros cuadrados, una mesa con sillas al centro y cuatro libreros. Por las ventanas de cristal entraba poca luz, se respiraba humedad y una fina capa de polvo cubría mesa, sillas, estantes y las varias cajas de libros amontonadas en dos de las esquinas. Enseguida me puse a revisar, en su mayoría eran ediciones cubanas, soviéticas y húngaras traducidas, pero también algunos textos impresos en España, México y Argentina. Busqué entre los estantes y los cajones, seleccioné algunos libros y me tiré en el piso a hojear y leer. Pasarían tres horas y yo seguía en el sótano, el encargado bajó a ver que estaba haciendo y me encontró inmóvil, leyendo un tomo de cuentos húngaros, y con sendas pilas de libros a cada lado.
Parece que el hombre se dio cuenta que me gustaba eso de los libros y la lectura y me hizo una repentina propuesta: Oye, este cuarto con tantos libros y cajones desordenados es un desastre. Si te parece hablo con el embajador para que vengas aquí y organices todo esto. ¿Qué te parece? Pues me parece muy bien, respondí. Pasó una semana cuando el propio José Martí me comunicó que ya podía ir los fines de semana a la Embajada y organizar la biblioteca.
Por cuatro sábados consecutivos me dediqué a desempolvar, organizar y colocar pequeñas etiquetas a estantes y libros. De paso limpié la habitación y cambié un par de luces para facilitar la lectura en aquella mesa. El criterio que seguí para ordenar aquellos mil o dos mil libros fue agrupar primero por género, luego por país del autor y finalmente por el período en que fueron escritos. Tengo que reconocer que nunca vi a nadie sacando libros o manejando archivos del local, nunca tuve claro para qué o para quiénes se había instalado aquella mini-biblioteca.
Ya casi cuando daba los toques finales a la encomienda, el cuarto sábado en la tarde de un Diciembre gris, y mientras desarmaba los últimos cajones para echarlos a la basura, se abrió sin aviso la puerta. El embajador en persona, alguna vez lo había visto. Un tipo de mediana estatura, cincuentón, algo de barriga y un traje que parecía quedarle apretado. Siempre desde una relativa distancia, sin preámbulos, tuvimos una corta pero definitiva conversación.
-Me han dicho que has hecho buen trabajo, muchacho-dijo en forma de halago.
-Bueno, hice lo mejor que pude. Me gusta esto de organizar libreros-riposté
-Ya por fin puedo decir que tenemos biblioteca en la embajada- y se escuchó como una risa.
-Hay muy buenos libros aquí, y queda espacio para nuevos encargos-dije en modo de sugerencia.
-Oye, ¿y dónde me pusiste a los clásicos? -preguntó con cierta curiosidad.
-Esos están en los estantes del centro, hay muy buenas ediciones- y di algunos pasos hasta los volúmenes de Víctor Hugo, Balzac, Julio Verne, Shakespeare, Hemingway, Cervantes, Kafka, Dostoievski, Tolstoi, García Márquez, Carpentier.
-No chico no, yo hablo de los clásicos-me insistiò el hombre del traje apretado.
-¿Los clásicos? – pregunté con extrañeza.
-Si chico, los clásicos: Marx, Engels, Lenin- sentenció con autoridad.
-Ahhh, esos – respondí con una mueca y algo contrariado – A esos los puse en el librero de la esquina, abajo –y señalé con la mano derecha sin disimular un gesto despectivo.
No se habló más, mi respuesta no cayó bien, el rostro del embajador se transformó. Hubo cierta tensión, un silencio de duelos y cuchillos. Dejé los cajones desarmados sobre la mesa, recogí mis cosas y salí del lugar sin despedirme.
Las sucesivas guardias en la embajada se hicieron pesadas y lentas, nunca más se me permitió bajar hasta la biblioteca ni volví a ver al representante diplomático. No me importó, había tenido la precaución de extraer (robar) algunos de aquellos Clásicos (los de verdad) ninguneados que terminarían ordenados en una pequeña biblioteca independiente de Cruces quince años después.