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Por Jorge de Mello ().
La Habana.- Cuando uno lee este capítulo de las memorias de Mijail Gorbachov, tiene la sensación de que el hombre de la Perestroika colocó un espejo gigante frente al archipiélago cubano.
Sin embargo, inmediatamente el espejo fue tapado con un enorme paño negro por los que aún, 40 años después, se empeñan en impedir el cambio inevitable.
Es un poco largo pero léanlo, pues va a exámen en la conciencia de cada uno de nosotros.
«Cuando acepté encabezar el Comité Central del Partido en calidad de Secretario General, sabía que me esperaba una gran labor de transformación. Nuestro país se había desgastado en «gastos» excesivos . Los mecanismos económicos casi no funcionaban, y si lo hacían eran inoperantes. El rendimiento de la producción bajaba. Los frutos del pensamiento científico quedaban anulados o trabados por una gestión totalmente burocratizada. El nivel de vida de la población caía ante la vista de nosotros como dirigentes. La corrupción atacaba descaradamente todos los niveles y escalones del sistema administrativo y político. La descomposición afectaba la vida espiritual: bajo la capa de una supuesta unidad ideológica y monolítica de la sociedad, se asomaban cada día, la mentira oficial, la hipocresía y el cinismo.
Al mismo tiempo yo seguía sin tener claridad de la verdadera magnitud del problema, problema que desde hacía mucho tiempo esperaba una solución que yo no veía con nitidez. Los medios para salir de la situación de crisis creada se buscaron inicialmente en el espíritu tradicional de la política del Partido: mejorar el trabajo a todos los niveles, perfeccionar el sistema, obligar al sistema a funcionar, pero sin cambiar sus principios.
La situación se complicó más porque pese al descontento acumulado en la sociedad, específicamente en los círculos intelectuales, no había en el país un movimiento de protestas de masas en el que apoyarse para emprender una política de transformaciones. Las razones eran varias. Una de las más importantes, la habitual sumisión de una parte considerable de la población, su pasiva actitud ante el desgobierno, su tendencia al conformismo. Estos rasgos estaban muy enraizados y se enquistaron durante los decenios stalinistas.
Un serio obstáculo para enfrentar las transformaciones fue el inmenso estrato intermedio de burócratas, funcionarios del Partido, del estado, especie creada por un régimen unipartidista de corte estalinista, funcionarios que vivían de privilegios y prebendas del poder que vivían de un falso discurso comunista. A ese estrato le convenía dejar el cáncer y no estirpar.
En tales circunstancias el impulso de los cambios tenía que venir desde arriba. Y yo era quien estaba en lo más alto. Muchas cosas dependían de mi decisión. Por supuesto, yo no actue solo. En el Partido había un grupo partidarios de reformas muy profundas. Y los primeros pasos lo tuvimos que dar juntos y enfrentar a los ortodoxos.
La elección interior de los cambios no fue fácil. Todos eramos hijos de una época. Todos estábamos poseídos por dogmas ideológicos asimilados en nuestra formación desde la infancia. Y había que superar esos dogmas. Y fue un proceso complejo, diferente en cada caso y siempre sincronizado. Unos cambios llegaron rápido, otros se detuvieron. Hubo quienes avanzando se asustaban de las posibles consecuencias y comenzaron a retroceder. Todo repercutió en el ritmo de las transformaciones. No existía en el mundo experiencia de este tipo de transición, del totalitarismo a la democracia o de un socialismo totalitario a un socialismo plural. Esa era mi intención.
Y lo más trascendental. Casi todos quedamos convencidos de la necesidad de reformar el sistema político de forma profunda.
Nos convencimos pronto de que sin cambios en el sistema político, y más aún , sin un cambio de régimen en nuestro país, era sencillamente imposible realizar transformaciones económicamente eficientes. Hay que estar claro al tipo de superestructura política que nos enfrentabamos. No somos ni China ni Vietnam, los cuales si desde su sistema político pudieron realizar grandes cambios. En nuestro caso todas las funciones económicas y administrativas estaban en manos del Partido y eran controladas por este. El papel del aparato ejecutivo estaba hipertrofiado. Un serio defecto del sistema político era la estatalizacion de la vida social. La regulación estatal lo abarcaba todo y ahogaba al ciudadano. Se frenaba la noble iniciativa de personas, de organizaciones, de colectivos, de comunidades. Esto dió origen a una «economía paralela» que se aprovechó de la incapacidad de las instituciones estatales para satisfacer las necesidades de la población.
La burocratización de las estructuras estatales engendró el paternalismo y acostumbró a la sociedad a una existencia estática. Se creó una imagen falsa del poder popular que realmente no existía. El poder real no se identificaba con la actividad ciudadana sino con los órganos ejecutivos que supuestamente estaban en función de los intereses del pueblo. Falso, lamentablemente falso.
Durante 70 años entonces, el poder político se adaptaba a ejecutar decisiones centralizadas, no a organizar cívicamente al pueblo. La narrativa política socialista proclamó conceptos vacíos como pueblo, democracia, frases huecas como «el mejor socialismo», «el socialismo es superior al capitalismo», pero la realidad era que, éramos un régimen autoritario, no había transparencia informativa, no existía una prensa libre, escondíamos escándalos originados en la cúpula gobernante(…)
Por tanto, la contrapartida a todo esto era la apatía, la indiferencia, el debilitamiento de las actividades sociales de las masas, incluso la militancia del Partido iba por disciplina y no por convicción a fechas simbólicas.
El monstruo que aplastada la sociedad había condenado al fracaso los intentos de reformas moderadas del sistema político. Era necesario una profunda transformación política, radical, era necesario. ….De esta forma, más que contrarevolución nuestra posición, nuestra gestión se encaminaba al progreso, no al estancamiento ni al retroceso. Se necesita un nuevo pensamiento con nuevos principios».