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Por Datos Históricos
La Habana.- En 1963, en un pequeño pueblo donde los veranos olían a tierra mojada y mantequilla de maní, James y Clara aprendieron a caminar… y a amarse. Compartían juegos bajo un viejo roble, construían castillos en la arena y, sin saberlo, construían también una vida.
Todos en el pueblo decían que habían nacido para estar juntos. Y tenían razón.
En 1992, se tomaron de la mano frente al altar. Ya lo habían vivido todo: el reclutamiento militar, la pérdida de sus padres, el desempleo. Pero nunca se soltaron. Cuando la vida los golpeaba, se abrazaban con más fuerza. Cuando la vida sonreía, lo celebraban juntos.
Décadas después, en 2025, seguían sentados en el mismo porche, en el columpio que James había construido al nacer su primera hija. Reían como siempre… hasta que la risa de Clara empezó a desvanecerse.
Las manos temblaban. Las palabras se confundían. El diagnóstico fue duro: Alzheimer de aparición temprana.
Algunos días, Clara era ella misma: burlona, luminosa, amorosa. Pero en otros, miraba a James con ojos extraños y preguntaba:
—“¿Te conozco?”
Aun así, James no se rindió. Cada mañana la envolvía en su manta favorita, la llevaba al porche y le susurraba:
—“Soy tu esposo, Clara. Y te he amado desde que éramos niños.”
Una tarde de invierno, mientras el cielo ardía en tonos dorados, Clara lo miró con lucidez. Tomó su mano y susurró con lágrimas:
—“Lo recuerdo. Eres mi James. Mi James.”
Fue lo último que dijo.
Esa noche, Clara partió en silencio, con su mano aún entrelazada a la de él.
Hoy, cada atardecer, James se sienta solo en ese columpio. Sostiene la manta de Clara y, con la voz entrecortada, le susurra al viento:
“Baila conmigo, Clara… solo una vez más.”