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Por Ernesto Ramón Domenech
Toronto.- Hace alrededor de cinco años, una prestigiosa Universidad de Inglaterra publicó los resultados de una encuesta cuya única pregunta-propuesta retrataba ese estrecho y poderoso vínculo del individuo y la sociedad con la música. ¿Aceptarías un millón de euros con la condición de renunciar a escuchar música el resto de la vida?
La tentadora, y nada complicada oferta tuvo, no obstante, una respuesta inequívoca: el 98 % de los entrevistados respondió un No rotundo; la gente además de respirar, alimentarse, vestirse y tener un techo para subsistir, considera que una vida sin melodía, sin cantos ni ritmos no vale la pena.
Y es que no existe una actividad humana, física o mental, sin sus propios acordes, algo así como una cuarta dimensión en la que se acomodan objetos, lugares y recuerdos. La música se escucha, se interpreta, se tararea, se baila, se canta, se piensa.
Casi todos vamos añadiendo a la vida una especie de expediente melódico asociado a cada rostro, cada sitio, cada época querida o entrañable. No hay mejor lenguaje que acerque a extraños y desconocidos, que junte a desiguales, que una de esas canciones que nos invita a intercambiar saludos, abrazos y sonrisas.
Música en la alegría, en el dolor, en la enfermedad y hasta en la muerte. Música en el amor, la tragedia y el desencuentro. Música del ayer, del ahora, del mañana, de siempre. Sonoridad del mar, en las montañas, el bosque y el desierto. No hace falta saber idiomas, saber leer el pentagrama o tocar instrumento para sentir la música. Es un regalo divino que, junto a los libros, las flores, el amor, los atardeceres y la amistad nos hacen más llevaderos esos golpes tremendos de la Vida.
Cuando empecé a escuchar a Los Beatles, Hendrix, Janis Joplin, Los Zepellines, Queen, Kansas, Eagle, Rush, Yes, Scorpions o Iron Maiden no sabía un carajo inglés, no entendía aquellos textos psicodélicos, surrealistas y anárquicos. Intuía, sin embargo, que aquel sonido que combinaba solos de guitarra, agudos sutiles y dobles bombos y me invitaba a unas “Escaleras al cielo”, a “invisibles campos de fresa” o a una “carrera de bicicletas”, eran algo especial. ¡Y lo son!
Música en el trabajo, en la calle, en la cocina, en el baño. Música para niños, jóvenes, adultos y abuelos. Música que nos relaja, nos transporta, nos anima, nos hace pensar, nos reconforta. Cantos de paz o himnos de guerra. Tan poderoso es su influjo, tan real su alcance, que cada Tirano y Sátrapa tiene su bien pagada corte de cantores y poetas para adornar sus crímenes al tiempo que ordena con celo extensas listas negras de voces incómodas.
Tenemos nosotros, los cubanos, que abandonar la isla para escuchar y disfrutar abiertamente a Celia Cruz, Bebo Valdés, la Lupe, Olga Guillot, Mike Porcel, Amaury Gutiérrez, Arturo Sandoval, Albita, Los Aldeanos, Willy Chirino, Pedro Luis Ferrer.
Música sacra, pagana y hasta atea. Música en acetatos, en casetes, en cintas, en CDs, en MP3. Música en la celebración, en el fracaso, en el desconcierto. Música en la radio, en la TV, el cine, el teatro, y la Internet. Música para ti, para mí, para aquel, para todos. En los inicios, cuando el esclavo no tenía remedios para aliviar el dolor y la fatiga, cantaba al cielo y soñaba. Un negro rasga su guitarra y llora un blues en un abandonado casòn de Mississippi; en un galpón del sur el gaucho apura el mate y saborea un acordeón de tangos; en la gélida Kaupang, mientras afilan el acero mortal de sus espadas, un grupo de guerreros corea el “Dromde mik en drom i nat”
Hace unos pocos días Damarys llamó a su casa para saber de la familia. Como siempre, después de los saludos, los chismes de los parientes y el barrio y el pase de lista de nuevas calamidades, le pasaron el Samsung a Nélido, mi suegro. La alegría y el dolor se mezclan cuando habla Nélido, el Parkinson y el Alzheimer han hecho mella en la salud mental y física de un ser humano especial al que todos recuerdan por su bondad, su inteligencia, sus bromas. Nélido no reconoce a sus hijos y su esposa, no sabe su edad, no siente que su casa es su casa, apenas puede articular palabras.
No hay ninguna descripción de la foto disponible.Y era sábado, y era de noche. Abro una DAB alemana y brindo por la familia y los amigos, y pongo el Tocadiscos. Suenan los primeros acordes de “Un nombre de mujer”. Subo el volumen, acerco el teléfono a los speakers. Del otro lado Nélido ha empezado a balbucear: “… Aló, quién llama, quién llama… Aló, Aló, Aló ese soy yo…”. Su voz va recuperando el tono, afina, no falla un solo verso, y canta hasta el final con notable alegría hasta terminar con un: Ah, los Zafiros, eso sí es música.
Un nudo en la garganta, la emoción dibuja lágrimas en las dos orillas. Nélido volvió a ser él, estuvo entre nosotros, por tres minutos, antes de volver a la inconciencia y el silencio. ¡That’s the Power of Music!

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