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TENEMOS QUE SER CAPACES DE SUPERARNOS A NOSOSTROS MISMOS PARA RECONSTRUIR A NUESTRA NACIÓN

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Por Mauricio de Miranda Parrondo
Cali.- Si algo demuestra nuestras miserias como Nación, y me refiero a nosotros, los cubanos, es todo este zafarrancho que se ha formado en medio de los Juegos Olímpicos.
Unos detestan que algunos cubanos compitan bajo otras banderas. Otros condenan a los deportistas que expresan sus ideas políticas favorables al régimen. Yo defiendo la libertad de unos y otros. Y aplaudo los éxitos de todos mis coterráneos compitan bajo la bandera que sea.
Que quede claro que no estoy haciendo abstracción de actitudes totalmente reprochables relacionadas con la agresión a algunas personas que se han manifestado contra el régimen, como tampoco hago abstracción de quienes han considerado legítimo expresar sus protestas contra el régimen convirtiendo a los deportistas en objeto de esas protestas. Tanto una como la otra actitud, las considero inadmisibles.
Sé que no es el criterio de todos, pero yo no suelo escribir para satisfacer a algunos y mucho menos para ganar un «premio de popularidad». Yo escribo para expresar mis ideas con toda libertad y honestidad. Y si esas ideas le pueden servir a alguien para reflexionar, me siento feliz como profesor que soy.
Antes de ayer veía con emoción el triunfo de Armand Duplantis, inmenso deportista sueco, nacido en Estados Unidos, que ganó la medalla de oro en salto con pértiga y rompió los récords mundial y olímpico. Nadie ha formado lío alguno por eso. A ningún estadounidense en su sano juicio se le ha ocurrido decir que Duplantis compite en contra de su país, y a nadie en su sano juicio se le ocurre preguntarle a Duplantis cuáles son sus ideas políticas.
Pero en nuestro caso no. Los cubanos, al parecer, hemos permitido la inoculación de un chip que muta nuestros genes con efecto recesivo y hemos quedado sometidos a la estupidez que significa la polarización política y el desprecio por las ideas de los otros. Es lo que alguna vez le escuché decir al preclaro monseñor Pedro Meurice Estiú, un «daño antropológico».
Parecemos condenados a que eso determine nuestras relaciones con la familia, con los amigos y con todos los aspectos de nuestras vidas, tanto en la cultura, la ciencia o el deporte.
Tengo muy claro dónde está el origen de todo. El origen está en el castrismo y su visión excluyente de la vida con el objeto de consolidar su régimen totalitario.
Sé que muchos saltarán de ira, pero yo tengo mi propia experiencia de vida. La experiencia de aquellos años en los que siendo niño no podía entender por qué no podía escribirle a mi tía Victoria, emigrada desde 1967 y tenía que enviar mis cartas dentro de las que enviaba mi abuela Luisa. No podía entender -luego por supuesto que sí- por qué mi madre y mi tía Esther rechazaron sus postulaciones al Partido porque no estaban dispuestas a cortar sus vínculos con su hermana, mi tía Victoria, que había emigrado por razones políticas. Ellas en lugar de simular, algo que muchos hacían en lo que luego ha sido una exposición sistemática de la doble moral, prefirieron ser honestas de principio a fin y que conste que ambas se consideraban revolucionarias.
En esto voy a ser muy claro. Mi tía Victoria nunca quiso emigrar, nunca quiso separarse de su familia, siempre estuvo pendiente de nosotros. Pero el sistema que se impuso en el país fue siempre excluyente, si no se estaba a favor, se estaba en contra -era la lógica del sistema que no daba opciones- y para los que estaban en contra solo quedaba la opción del exilio, si no querían ir a la cárcel o aceptar la condición de «no personas» (parafraseando al gran Reinaldo Arenas). Y mi tía ni siquiera era política, solo quería una educación católica para sus hijas, algo imposible en la Cuba de entonces (y también en el sistema educativo actual).
Años después la vida me puso en la condición de «cuasi no persona». Y quienes me conocen de esos años, saben a lo que me refiero.
Por eso un día inicié el triste -para mí- camino del exilio llevándome como único tesoro las Obras Completas de Martí en su edición del Centenario (que intentaron quitármelas en el aeropuerto y les dije que si no permitían sacarlas no me iría y regresaría a mi casa, seguro pensaban que tenían ante ellos a un loco y me dejaron sacarlas).
El amor, la incertidumbre respecto al porvenir, y las puertas cerradas en mi propio país, determinaron la opción de desarraigarme de donde nunca habría querido salir, aunque años después quedaría claro que fue la decisión correcta.
Yo crecí en una familia en la que el amor familiar estaba por encima de las diferencias políticas. Fui educado en esos valores y siento un inmenso orgullo por esa educación. Y esa ha sido mi divisa SIEMPRE. Y la mantendré hasta el fin de mis días y eso es válido tanto para mi familia como para mis amigos.
Tengo familiares muy queridos y amigos también muy queridos que son trumpistas. Por mi parte no pasa nada. Sus opiniones no son las mías, pero para mi la familia y la amistad verdadera están por encima de esas diferencias. No se si ellos puedan con eso, es el problema de cada cual, pero no afectará mi inmenso cariño por ellos.
Tengo personas muy queridas que son miembros del PCC en Cuba y que han ocupado u ocupan responsabilidades en el país. Siguen siendo personas muy queridas para mí. No hago distinciones entre familiares y amigos para no afectar la seguridad de alguien porque, aunque no lo crean, sé que su seguridad puede ser afectada viviendo en Cuba. Ello no afecta ni afectará mi inmenso cariño por esas personas, porque el amor familiar y la amistad, repito, están por encima de las opiniones políticas.
Eso, por supuesto, no limita ni afecta para nada mis opiniones políticas. Mis opiniones las defenderé hasta el fin de mis días y en la medida en que aumenta nuestra edad, vemos más cercano ese momento final que antes veíamos muy lejano. Por eso, el día que me vaya de este mundo, quisiera irme como decía el gran Antonio Machado: «ligero de equipaje».
Cubanos: no sigamos haciéndole el juego a quienes solo son capaces de producir odio, aunque lo nieguen y acusen a otros de lo que ellos destilan en cada una de sus frases. No sigamos haciéndole el juego a quienes quieren apropiarse de los logros de nuestro deporte, como si fueran logros de una «Revolución» que ellos han traicionado y corrompido, pero cuyos elementos de traición y corrupción están desde los mismísimos inicios, aunque no siempre lo viéramos. No sigamos haciéndole el juego a quienes ven cualquier logro de los cubanos que viven en Cuba como si fuera de ese sistema que nos ha expulsado, y prefieren ver hundido a nuestro país, a nuestra cultura y a nuestra sociedad porque creen que ello sería el hundimiento de ese sistema.
Y no, eso no sería el hundimiento del sistema. El sistema se fortalece con la exclusión, se fortalece con el odio. Y cuando digo sistema quiero ser muy claro en que no solo me refiero al sistema que impera en Cuba, sino también al que desde el exilio es una reproducción de la misma intolerancia y el mismo totalitarismo que exhiben quienes mandan en La Habana, mientras el país se derrumba. A unos parece no importarles ese derrumbe. A otros les regocija el derrumbe.
No comulgo ni con unos ni con otros. Y no por ello me ubico en el centro del espectro político, que quede claro. Mi opción progresista es irrenunciable, entendiendo el progresismo como el fortalecimiento de la democracia, las libertades civiles y la justicia social, en la defensa tanto de la propiedad privada como de la propiedad verdaderamente social (no su enmascarado sustituto estatal) y de los derechos de los trabajadores y en la exigencia de que los beneficios del progreso favorezcan a toda la sociedad y no a unos pocos. Esa es mi filosofía irrenunciable.
Yo creo en la necesidad que tenemos de exigir nuestros derechos ciudadanos para ser capaces de construir una República libre, verdaderamente soberana, que tenga su base en la soberanía real de pueblo, pero rechazaré, hasta el fin de mis días, el reemplazo de una intolerancia por otra.
No le pediré a todos los cubanos que salten de alegría cada vez que alguno de los nuestros suba al podio en los juegos olímpicos o en cualquier competencia que sea. Obviaré a aquellos que pretenderán que ese es un triunfo de la «Revolución», cuando en realidad no existe una revolución y más bien predomina su contrario. Estaré junto a todos los cubanos que sintamos regocijo y agradecimiento por los deportistas que pongan en alto el nombre de Nuestra Nación, no de un gobierno, sino de una estirpe. Estaré junto a quienes sintamos regocijo por los avances de la ciencia y de la cultura, incluso en medio de todas las dificultades por las que pasa nuestro país.
No puedo evitar y no quiero evitar esas palabras de Nuestro Martí cuando dijo: «Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar».
Y que quede claro, el sistema que nos ha excluido y por eso tuvimos que buscar otros sitios para vivir, no se hundirá por el rechazo que algunos hagan de los logros que no pueden negarse a menos que se desprecien la verdad y la historia; logros que hoy se esgrimen para cercenar libertades como si fueran excluyentes, incluso mientras esos logros se desmoronan.
Ese sistema, como el que ha hecho de su odio a Cuba una política aunque ello signifique la destrucción de la Nación, se alimentan y fortalecen mutuamente cada vez que se producen expresiones de odio entre cubanos.
Seamos capaces de ponerle fin a esta locura que nos está destruyendo. Estamos protagonizando nuestra autodestrucción como Nación.
Aprendamos del abrazo entre Mijaín y Yasmani. Aprendamos de las palabras humildes de Loren Berto. Seamos capaces de construir en la diferencia y exijamos que eso es lo que necesitamos para evitar el derrumbe como Nación. Exijámoslo tanto en nuestra isla querida como desde los confines del mundo donde nos han acogido.

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