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Durante siglos, el concepto de “raza” en Occidente no se basó en la ciencia, sino en la apariencia y la herencia. En los Estados Unidos del siglo XIX, bastaba con tener un solo antepasado negro —aunque fuera de cinco generaciones atrás— para ser considerado una persona de color.
Esta regla, conocida como la “one-drop rule” (la regla de una gota), condenó a millones a la esclavitud o la discriminación, incluso cuando su ascendencia era mayoritariamente europea.
El sistema esclavista también estuvo marcado por abusos sistemáticos y relaciones coercitivas entre amos y personas esclavizadas, lo que dejó una profunda huella genética y social. De hecho, los estudios genéticos actuales muestran que la mayoría de los afroamericanos poseen entre un 20 % y un 25 % de ascendencia europea, reflejo de esa historia de violencia y desigualdad.
Más allá de la biología, la historia del color de piel en Occidente revela una verdad incómoda: la raza no fue una realidad científica, sino una construcción social diseñada para justificar la dominación. Y sus consecuencias aún resuenan en la memoria colectiva, recordándonos que la humanidad no puede dividirse por tonos, sino por las heridas o las lecciones que decidamos aprender de su pasado. (Tomado de Datos Históricos)