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Por Luis Alberto Ramirez ()

Según el más reciente informe del Observatorio Cubano de Auditoría Ciudadana (OCAC), un ciudadano promedio necesita al menos 30.000 pesos mensuales para malcomer, una cifra que representa más de cinco veces el salario de un médico o un profesor universitario.

Este dato, lejos de ser una simple estadística, es un retrato brutal de la realidad cubana actual, donde el hambre no es un fenómeno climático, ni un efecto colateral de una crisis económica global, sino una estrategia consciente de control político.

En Cuba, parece que “sin hambre no hay gobierno”.

La situación de los jubilados es aún más dramática. Con el reciente incremento de la pensión mínima, los ancianos apenas pueden costear tres días de comida al mes. El resto del mes, literalmente, tienen que inventar. Esta palabra, “inventar”, se ha convertido en sinónimo de sobrevivir en la isla, y resume el carácter improvisado, desesperado y desgastante de la lucha diaria por subsistir.

Mientras tanto, la otrora emblemática libreta de abastecimiento, diseñada para garantizar el acceso igualitario a productos básicos, es ahora un papel sin valor, un símbolo de un sistema que se derrumbó pero que sigue en pie solo para sostener el espejismo del socialismo redistributivo.

La libreta no abastece, no resuelve, no sostiene: apenas existe para justificar una estructura burocrática que hace tiempo dejó de servir al pueblo.

¿Cómo sobrevive el cubano?

Entonces, ¿cómo sobrevive el cubano? La respuesta no está en las estructuras oficiales, sino en lo que ocurre por debajo de la mesa. El llamado mercado “por la izquierda” no es una novedad, pero se ha convertido en el verdadero motor de supervivencia. Esta economía paralela se mueve entre la ilegalidad y el ingenio, y representa el mecanismo real mediante el cual el pueblo logra poner algo en sus platos.

El régimen, lejos de erradicar esta economía informal, la permite y la regula desde las sombras, utilizándola como una válvula de escape y una forma más de control social. Todo lo que entra al país está en manos del Estado, desde alimentos hasta medicinas, pero estas mercancías no son distribuidas equitativamente. Se almacenan, se ocultan, se dosifican como si fueran migajas lanzadas al suelo.

La gente, desesperada, busca cómo acceder a esas migajas, a veces comprándolas en el mercado negro, a veces “resolviéndolas” a través de pequeños robos desde adentro del mismo sistema estatal.

En Cuba, una migaja de pan más grande que otra puede definir el alineamiento político de una persona. Muchos que ayer defendían el régimen hoy lo maldicen porque no les tocó su parte. Y viceversa: quienes logran “resolver” algo desde dentro, lo defienden no por ideología sino por supervivencia.

El eufemismo de ‘la búsqueda’

La frase “nadie le trabaja al gobierno si no hay búsquedas” resume la lógica que impera en buena parte del aparato estatal. Las “búsquedas” son oportunidades de robar, desviar o negociar bienes del Estado para beneficio personal.

En muchos centros de trabajo, el salario no es el incentivo principal; el acceso a recursos que se puedan vender, cambiar o almacenar es lo que realmente motiva. Esto no es corrupción institucional: es corrupción estructural inducida por la necesidad.

El hambre en Cuba ha dejado de ser una consecuencia para convertirse en una condición estructural útil al poder. Se gobierna a través de la escasez, se castiga con el hambre y se premia con el acceso a un poco más. Es un sistema perverso donde la miseria es moneda de control y la dignidad, un lujo que pocos pueden permitirse.

La pregunta sigue abierta: ¿cómo puede un pueblo sobrevivir tanto tiempo bajo estas condiciones? La respuesta está en su capacidad de resistir, de inventar, de adaptarse. Pero también en su cansancio. Porque si bien el cubano ha demostrado una resiliencia asombrosa, cada vez más voces comienzan a alzarse con una claridad rotunda: el hambre no es normal, la miseria no es dignidad, y sobrevivir no es vivir.

Mientras el hambre sea una política, el cambio no será solo una necesidad, sino una urgencia moral.

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