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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Hay una especie de persona, y tú la conoces, que defiende el castrismo con una vehemencia que solo puede nacer de la distancia. La defiende desde un piso en Madrid con wifi de fibra óptica, desde una universidad en México donde come tres veces al día, o desde un café en Berlín tras publicar una foto del Che en sus stories de Instagram.
Son los amores de lejos, los que creen que la Revolución es un concepto abstracto, una idea pura y no la cola de tres horas para un pollo que no llega, el olor a petróleo rancio de un camión que no pasa, o la desesperación callada de un médico que opera a oscuras porque el generador se averió. A ellos, a todos esos, les invito. Vengan. No de turistas. Vengan a vivir.
No se queden en el paquete de La Habana Vieja que les venden, ese que huele a ron caro y mojito dulce para turistas. Alquilen una casa en el Cerro, en Diez de Octubre, en Ranchuelo o en Songo-La Maya, en cualquier lugar donde la libreta de abastecimiento no sea una curiosidad folclórica sino una burla diaria.
Intenten desayunar con la cuota de pan, intenten encontrar leche para un niño, intenten conseguir un antibiótico para una infección. Llamen a la farmacia y pregunten, vayan al médico de la familia y vean las estanterías vacías. Ahí, en ese instante, cuando la necesidad choca con la pared del «no hay», es donde empieza a entenderse la verdadera vanguardia.
Y por favor, no vengan en la época seca. Vengan en verano, cuando el calor es una bofetada húmeda a las tres de la tarde. Y entonces, esperen. Esperen a que llegue la corriente. Apaguen el aire acondicionado del hotel—si es que se han alojado en uno—y siéntense en la oscuridad a escuchar el runrún de los motores de los pocos carros que circulan. A oscuras. Sin ventilador. Con el móvil muerto porque no hay manera de cargarlo.
Así, durante seis, ocho, doce horas. Y piensen, en esa quietud pegajosa, si la Revolución es eso: aprender a vivir a ciegas y callar.
Intenten moverse. No en los taxis para turistas, sino en la ruta, en el camión, en la guagua que pasa cuando quiere y donde caben veinte personas como sardinas en un lata que huele a sudor y a desesperanza.
Intenten ir de La Habana a Matanzas -para no decir a Santiago- y comprueben cuántas horas se pierden en una carretera vacía porque no hay combustible, o porque el almendrón que contrataron se cala, o porque simplemente, el viaje se convierte en una epopeya absurda. Así es la vida aquí: un viaje eterno a ninguna parte, con la gasolina siempre como un sueño lejano.
Y cuando hayan pasado por todo eso, cuando hayan vivido la vida real y no el safari revolucionario que les montan en unos pocos cuadritos de Vedado para que crean que la cosa funciona, entonces miren a los ojos a la gente. A la que hace cola, a la que inventa, a la que solo sueña con irse, hasta por el mar.
Ahora sí: si son honestos, entenderán que su defensa era un brindis al sol, un romance con un fantasma. Que el castrismo les miente incluso cuando les enseña La Habana, porque les oculta la isla.
Así que la invitación está hecha. Si de verdad creen que este es el paraíso de la igualdad y la justicia social, demuéstrenlo. Cambien su DNI europeo por una libreta de abastecimiento, su seguro médico por la cartilla de racionamiento, su estabilidad por la incertidumbre.
Vengan a sufrir lo que sufren los cubanos todos los días, no lo que disfrutan los turistas en una semana. Y luego, solo luego, hablamos. Mientras tanto, su defensa es solo ruido, el ruido vacío de quien aplaude un naufragio desde la orilla.