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Por Anette Espinosa ()

La Habana.- Desde la distancia, con el estómago lleno y la boca suelta, es fácil gritar “libertad” como si fuera un conjuro que, por arte de magia, derribara muros. La diáspora, con su corazón partío y su memoria idealizada, no entiende la quietud del que se quedó. Nos miran desde el otro lado del espejo y no ven un pueblo encadenado, ven un pueblo dormido. Y se preguntan, con una rabia que no les cabe en el pecho, por qué no se levantan, por qué no rompen las cadenas que, desde fuera, se ven tan frágiles. Lo que no alcanzan a ver es que la cadena más pesada no es la que sujeta las muñecas, sino la que se ha fundido con la columna vertebral después de seis décadas.

Porque la libertad no es un instinto como el de las aves. Un pájaro enjaulado, aunque haya nacido entre barrotes, lleva en sus huesos el mapa del viento. A la primera que se descuida la puerta, despliega las alas y huye, porque su naturaleza es el cielo abierto. Pero el ser humano es más complejo y, sobre todo, más maleable. Si desde que abres los ojos te enseñan que la reja es el horizonte, que el silencio es sabiduría y que la obediencia es sinónimo de vida, tu mente no echa de menos lo que nunca conoció. El ansia de libertad nace del recuerdo de haber sido libre, del sabor perdido de decidir. ¿Cómo extrañar un sabor que nunca llegó a tu boca?

El cautiverio no es solo la falta de comida en la mesa o la medicina en el hospital. Eso duele, claro que duele, pero es el golpe visible. El cautiverio real es la losa invisible sobre la curiosidad, es el miedo internalizado que te hace bajar la voz sin que nadie te lo pida, es creer que el mundo termina donde dice el periódico oficial. Es un adoctrinamiento tan profundo que el lenguaje de la disidencia suena a ruido extranjero, a un idioma incomprensible y, lo peor, peligroso. ¿Para qué quieres derechos si nunca los tuviste? Es como explicarle los colores a quien nació ciego.

La libertad va a llegar, no tengan dudas

Por eso, la insistencia de la diáspora, aunque bienintencionada, a menudo choca contra un muro de incomprensión mutua. Desde fuera, exigen un acto de valor heroico. Desde dentro, lo que se percibe es una invitación a un suicidio colectivo sin la promesa cierta de una vida mejor. No es cobardía. Es la lógica del sobreviviente: cuando tu única referencia es la jaula, salir de ella no es libertad, es adentrarse en un territorio desconocido y aterrador lleno de depredadores. Prefieres la seguridad miserable de lo conocido, a la incertidumbre mortal de lo ajeno.

Pero no todo está perdido. Aunque el gen de la libertad no exista, la semilla de la dignidad sí. Y esa, aunque enterrada bajo capas y capas de miedo y propaganda, sigue viva. Brota en los artistas independientes que pintan lo prohibido, en los periodistas valientes que escriben en redes marginales, en la gente común que comparte una noticia no oficializada con un susurro. Es una resistencia silenciosa, una erosión lenta pero constante. No es el vuelo repentino del pájaro, sino el lento y terco trabajo de la raíz que busca agua y va agrietando la piedra desde dentro.

Y llegará el día. Llegará el día en que la piedra, minada por tantas raíces, ceda. No será necesariamente un estallido, quizás sea un colapso silencioso. Cuando esa generación que solo conoció la sombra descubra, a través de una grieta, un destello de luz, algo se le removerá por dentro. Entonces, el concepto abstracto de “libertad” se hará carne en el deseo concreto de tener, de ser, de hablar, de soñar sin permiso. Será el despertar de un instinto que creían muerto. Y Cuba, al fin, respirará hondo, se sacudirá el polvo de más de seis décadas y caminará, tambaleante pero firme, hacia el futuro que siempre debió ser suyo. Libre, al fin, de tanto peso inútil.

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