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Por Albert Fonse ()
Cada 19 de mayo, la dictadura cubana organiza sus actos oficiales para recordar la caída de José Martí. Le colocan flores, leen sus versos, lo declaran Apóstol. Dicen honrarlo, pero lo manipulan. Han convertido su rostro en símbolo institucional mientras su pensamiento está prohibido en la práctica. Lo repiten, pero no lo permiten.
Si Martí viviera hoy, no estaría en un estrado estatal ni firmando resoluciones del Partido. Estaría siendo vigilado por la Seguridad del Estado, interrogado por publicar textos incómodos, acusado de atentar contra la estabilidad del país. Todo lo que defendió en vida choca con lo que representa la dictadura cubana. Sería tratado como enemigo público.
Martí no concibió la independencia para cambiar un amo por otro. En su carta a Máximo Gómez lo advirtió con claridad:
“Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento” (Carta a Gómez, 1884).
Cuba no es una república de ciudadanos. Es un campamento ideológico donde el Partido decide lo que se dice, lo que se piensa y lo que se permite. La estructura vertical y autoritaria que controla al país desde hace más de seis décadas es exactamente lo que Martí temía que ocurriera tras la independencia. Fidel y Raúl Castro impusieron un sistema donde el pueblo no decide, solo sobrevive bajo el control absoluto de una élite que se reparte el país como botín.
Su idea de nación se basaba en el pensamiento libre, la justicia real y el poder del pueblo sobre sus gobernantes. Jamás habría aceptado una constitución escrita para blindar a una mafia política, ni habría tolerado una Asamblea Nacional donde nadie debate y todos aplauden lo que ordena el poder. Habría denunciado sin titubeos que en Cuba no hay elecciones, sino simulacros; no hay representantes, sino cómplices del régimen. No redactaría discursos para legitimar una farsa, sino acusaciones contra quienes se reparten el país desde el privilegio, mientras millones viven entre el hambre, el miedo y el silencio.
En 1891, Martí escribió:
“La prensa debe ser libre, y el que la teme ha de temer más al que la prohíbe” (La República Española ante la Revolución Cubana).
Esa sola frase bastaría hoy para ser enjuiciado. Martí no tendría espacio en los medios oficiales ni acceso a imprentas controladas. Publicaría en redes sociales, grabaría denuncias desde su casa, y por eso sería multado, censurado y seguido. La Seguridad del Estado lo vigilaría las 24 horas. Le interceptarían las llamadas, bloquearían su acceso a internet y lo presentarían como “agente del enemigo” en el noticiero. Su rostro estaría en la televisión, no como símbolo patrio, sino como blanco del aparato represivo.
En 1880 dejó escrito:
“La libertad cuesta muy cara, y es necesario o resignarse a vivir sin ella, o decidirse a comprarla por su precio.”
No hablaba de poesía. Hablaba desde la experiencia de haber sido condenado a trabajos forzados con solo 16 años por pensar distinto. Si viviera hoy, habría sido otro manifestante más del 11 de julio, uno de esos que salieron a la calle a gritar “libertad” y fueron arrastrados por la policía. Lo habrían condenado por cualquier delito inventado: sedición, desorden público, instigación a delinquir o desacato. No habría juicio justo, solo venganza política. Su nombre estaría en la lista de presos que el régimen intenta enterrar en silencio.
En su ensayo La futura esclavitud (1884), Martí advirtió:
“El socialismo, como forma única de gobierno, ha de ser, por el exceso de sí mismo, el daño”.
No rechazaba la justicia, pero sí el control total. Sabía que cuando el Estado lo domina todo, no queda espacio para el individuo. Hoy, donde el Estado decide lo que comes, lo que estudias, lo que puedes decir y adónde puedes viajar, Martí no hablaría de errores, sino de abuso. Señalaría el modelo cubano como un sistema de control, donde la obediencia es ley y la dignidad, delito.
En 1881 escribió:
“El despotismo, sea de un hombre o de muchos, es siempre infame” (Revista Venezolana).
No hay disfraz ideológico que cambie eso. Si encarcela al que opina, si castiga al que disiente, es tiranía. Martí no aceptaría que la nación fuera propiedad de un partido ni que la crítica se tratara como traición. Denunciaría con nombre y apellidos a los responsables de la represión: a los generales que reprimen, a los jueces que condenan sin pruebas, y a los oficiales de la Seguridad del Estado que usan el miedo como método de gobierno.
En 1891 también escribió:
“El verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber” (Nuestra América).
Ese deber, para Martí, estaría hoy con las madres que buscan a sus hijos encarcelados, con los presos políticos olvidados, con los artistas censurados y con los cubanos que prefieren arriesgarlo todo antes que vivir de rodillas. No llamaría a esperar, llamaría a levantarse. Diría que el deber es salir a la calle, romper el miedo y enfrentarse al tirano hasta derribarlo.
Quien quiera seguir las ideas de Martí, o decir que lo honra, no puede permanecer en silencio ni ser cómplice. Debe rebelarse contra la dictadura que representa exactamente todo lo que él combatió.