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¿SABÍAS QUE LA LANGOSTA ERA COMIDA PARA POBRES?

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Sí, ese manjar que hoy se sirve en vajilla fina y alcanza precios de hasta 80 euros el kilo, fue alguna vez tan abundante y despreciado… que se usaba como abono en los campos.

En el siglo XIX, en la costa este de EE.UU., las langostas se acumulaban en las playas en cantidades tan absurdas que eran consideradas basura marina. Los colonos las enterraban en la tierra como fertilizante y los reclusos de las prisiones se quejaban de que las servían demasiado seguido. Por ley, no podían comer langosta más de tres veces por semana. Era símbolo de miseria.

Pero todo cambió en 1875, cuando se inventó la langosta-box, una caja húmeda que permitía transportarlas vivas por tren. Las compañías ferroviarias vieron la oportunidad: comenzaron a ofrecer langosta como un lujo para los pasajeros de primera clase. Lo que era común se volvió escaso… y lo escaso, valioso.

El resto es historia.

Hoy, la langosta es sinónimo de alta cocina. ¿Por qué? Su carne contiene glutamato natural: sabor intenso sin añadidos.

Tiene glucógeno, lo que le da ese toque dulce inconfundible. Su textura se derrite en boca por la finura de sus fibras musculares.

Y sí, se cocina viva. No por crueldad, sino porque su carne se deteriora rápidamente tras morir. Cocinarla en el acto garantiza frescura y seguridad.

De prisión al paladar de reyes.

La langosta no solo cambió de plato, cambió de estatus. Y nos recuerda que el lujo, muchas veces, es solo cuestión de percepción… y marketing.

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