Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Roberto Robaina, el reformista que quiso volar más alto que Fidel Castro

Comparte esta noticia

Por Jorge L. León (Historiador e investigador)

De la serie: Figuras del poder político: Un rostro nuevo para una vieja estructura

Houston.- En los años más oscuros del “Periodo Especial”, cuando la economía cubana se desplomaba tras la caída del bloque soviético, el régimen necesitaba una imagen fresca. La revolución, agotada en sus viejas consignas, requería un rostro que devolviera al mundo la idea de vigor, juventud y continuidad.

Ese rostro fue Roberto Robaina González, nacido en 1956, formado en la Universidad de La Habana como pedagogo, carismático, de verbo fácil y con una energía contagiosa que contrastaba con la solemnidad marchita de los viejos cuadros.

En 1993, Fidel Castro lo nombra ministro de Relaciones Exteriores con apenas 37 años. En ese acto, el régimen pretendía mostrar que el relevo generacional existía y que la revolución seguía viva. Pero detrás del gesto simbólico se incubaba el germen del conflicto: un hombre joven dentro de un poder que ya no confiaba en los jóvenes.

El ascenso del carisma

Robaina no era un burócrata común. Durante su paso por la Unión de Jóvenes Comunistas había demostrado habilidad organizativa y una enorme capacidad para comunicarse con el pueblo. Su estilo era directo, menos acartonado que el de los burócratas tradicionales. Le gustaba hablar sin leer, improvisar, y eso lo hacía distinto.

En el Ministerio de Relaciones Exteriores desplegó un activismo notable: multiplicó los viajes, los contactos, los gestos diplomáticos. Se reunió con cancilleres latinoamericanos, con funcionarios de Naciones Unidas, con empresarios de Europa. Tenía un lenguaje más abierto, menos doctrinario, más moderno.

Su figura comenzó a proyectarse más allá del control del poder central. Era, como dijeron algunos observadores, “la nueva cara de Cuba”.

Ese carisma —tan útil al principio— fue su perdición.

La estructura envejecida que lo había promovido como símbolo empezó a verlo con recelo. Fidel lo observaba con curiosidad, pero Raúl Castro lo observaba con sospecha. En un sistema donde el brillo personal equivale a insubordinación, Robaina comenzó a cruzar líneas invisibles.

Reformista o iluso

¿Era Roberto Robaina un reformador?

En sentido estricto, no llegó a serlo, pero coqueteó con la idea. En varios discursos y entrevistas habló de una “Cuba abierta a nuevas ideas”, una frase que en el contexto cubano era una herejía controlada.

Su pensamiento parecía orientarse hacia un socialismo con mayor flexibilidad, con un manejo más pragmático de la economía y una política exterior menos confrontacional. Admiraba las reformas de apertura económica en China y Vietnam, y algunos diplomáticos europeos vieron en él un interlocutor más razonable, menos dogmático.

Ese aire reformista —aunque moderado— lo marcó como “peligroso”.

En un sistema cerrado, las ideas nuevas no son esperanza, sino amenaza. Y en un poder cimentado en la obediencia, pensar por cuenta propia es una forma de traición.

Ambición y soledad en el poder

Robaina quería ascender. No se conformaba con ser el “canciller simpático”. Aspiraba a más. En su entorno, varios testigos señalan que ambicionaba ser el sucesor natural de Fidel en el plano civil, la cara renovadora que daría continuidad a la revolución sin el dogmatismo de los militares.

Era inteligente, sabía moverse, pero cometió el error fatal de subestimar el control del sistema.

Comenzó a rodearse de un pequeño grupo de colaboradores jóvenes, cultivó contactos directos con empresarios extranjeros y diplomáticos sin pasar por el filtro del aparato del Partido. Esa autonomía fue interpretada como un desafío.

A Raúl Castro —que por entonces consolidaba su poder dentro de las Fuerzas Armadas— no le gustaban los “políticos de luces propias”.

Robaina era eso: una figura mediática, visible, que gustaba a los medios internacionales y despertaba simpatías en el exterior.

En el mundo del castrismo, eso equivalía a tener los días contados.

El cerco invisible

Entre 1997 y 1998 los rumores sobre su “conducta impropia” comenzaron a circular. El régimen lo fue aislando paso a paso. Le retiraron confianza, lo vigilaron, y empezaron las acusaciones: vanidad, ambición, deslealtad.

En mayo de 1999 fue destituido “por pérdida de confianza”.

En 2002, el Partido Comunista lo expulsó definitivamente por “deslealtad a la Revolución”. Y en la jerga cubana, eso equivale a una muerte política.

Se le acusó de recibir fondos irregulares y de actuar con excesiva independencia en la política exterior. Pero el verdadero crimen fue otro: haberse creído necesario.

El castrismo perdona la incompetencia, pero no la autonomía.

El arte como exilio interior

Tras su caída, Robaina desapareció del escenario político. No hubo juicio público ni autocrítica televisada. Simplemente fue borrado. Pasó al silencio, recluido en su casa, y poco a poco reapareció en otro terreno: la pintura.

Abrió un taller, pintó lienzos abstractos, vendió obras a turistas y coleccionistas. Su nombre aún atraía curiosidad, aunque ya sin resonancia política.

Su retiro al arte es también un símbolo: cuando un revolucionario es destituido, no solo pierde el cargo, pierde el país.

En Cuba no se “cae del poder”; se cae del mundo.

Errores y lecciones

Robaina cometió varios errores de cálculo:

1. Creer que el régimen necesitaba renovación real, cuando solo buscaba fachada.

2. Sobreestimar su popularidad internacional y pensar que eso lo blindaba.

3. Ignorar que en Cuba el poder no se hereda por talento, sino por lealtad.

4. Subestimar la paranoia estructural del sistema, especialmente la de Raúl Castro.

Su ambición fue humana, no criminal. Quiso ser alguien en un aparato donde solo se sobrevive siendo nadie.

Su caída sirvió como advertencia a toda una generación de cuadros jóvenes: el poder cubano no se comparte, se obedece.

Errores y lecciones

Robaina fue el espejo en el que el régimen vio su propia imposibilidad de cambio. Su ascenso fue el experimento, su caída la lección. Tras él, ningún joven volvió a escalar tan alto sin el sello del aparato militar.

Cuando en 2008 Raúl Castro asumió formalmente el poder, el país ya no tenía rostros jóvenes con brillo político propio. El relevo que pudo haber representado Robaina fue sepultado bajo el miedo a cualquier novedad.

Roberto Robaina fue, más que un político caído, un símbolo del divorcio entre la juventud y el poder en Cuba. Era demasiado fresco para un régimen que se alimenta del envejecimiento.

Su historia encarna la tragedia de todos los jóvenes cubanos que creyeron en la posibilidad de reformar lo que nació diseñado para no cambiar.

Hoy pinta cuadros, pero su verdadero lienzo es la memoria de un país que no tolera el color distinto. Y en ese lienzo invisible, queda escrita la frase que define su destino: “El poder en Cuba no se comparte; se soporta hasta que te destruye.”

Deja un comentario