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Por Luis Alberto Ramírez ()
En un reciente artículo publicado en ShareAmerica, la plataforma del Departamento de Estado de Estados Unidos dedicada a la comunicación global de su política exterior, se afirmó con contundencia que “ya es hora de exigirles responsabilidades” a los regímenes de Cuba y Venezuela, a los que, sin rodeos, se les calificó como dictaduras.
Aunque el gesto es valorable por su franqueza diplomática, la pregunta que se impone es inevitable: ¿es suficiente con pedir responsabilidades? La respuesta, para cualquiera que no viva en una burbuja ideológica o geográfica, es un rotundo no.
Cuba y Venezuela son mucho más que países mal gobernados. Son ilusiones traicionadas, esperanzas convertidas en caricaturas autoritarias, utopías que derivaron en cárceles ideológicas.
El poder en ambos países ha sido privatizado por élites familiares y militares que convirtieron el Estado en un botín y al pueblo en rehenes.
Hablar hoy de exigirles cuentas a estos regímenes, como si apenas estuviésemos descubriendo su naturaleza criminal, es como sorprenderse porque el agua moja o el fuego quema.
El artículo de ShareAmerica critica acertadamente las políticas económicas y sociales de La Habana y Caracas, señalando la obscena desigualdad entre los lujos ofrecidos en hoteles para turistas, donde no faltan los manjares, las frutas frescas y el desayuno servido con servilleta de tela, y la miseria cotidiana que enfrentan los ciudadanos de a pie, cuyos niños acuden a la escuela sin un vaso de leche que los acompañe. No se trata solo de fallos administrativos; es una forma de violencia estructural, de crueldad sistémica, que utiliza la escasez como mecanismo de control.
Pero lo más preocupante no es el contenido del artículo, sino la inocencia fingida del tono. ¿Acaso el mundo libre se está enterando ahora de que en Cuba y Venezuela no hay democracia? ¿Acaso no saben que estos regímenes están dirigidos por delincuentes que encontraron en la política un refugio legal para sus fechorías, y en la ideología un disfraz respetable para sus ambiciones?
Los líderes de estos países no gobiernan, administran fortunas familiares. Invierten en los suyos, en sus mansiones, en sus negocios internacionales, en sus hijos educados en Europa, mientras los pueblos que dicen representar mueren en hospitales sin insumos, en calles sin agua potable, en colas interminables para comprar arroz racionado.
En América Latina sobreviven tres dictaduras de izquierda: Cuba, Venezuela y Nicaragua. Tres gangrenas ideológicas que deben ser extirpadas de raíz. Y no, no basta con “tratarlas diplomáticamente”. Pretender que es posible resolver esta tragedia con diplomacia es tan absurdo como sentarse a negociar con un florero. Es inútil hablar con quienes solo entienden el lenguaje del poder perpetuo, de la represión, del miedo y de la propaganda.
Las dictaduras no dialogan, se aferran. No evolucionan, se enquistan. No caen solas, se derriban.
Por eso, cualquier iniciativa internacional que pretenda una transición verdadera en estos países debe partir de una premisa innegociable: con criminales no se negocia, se les aísla, se les sanciona, se les enfrenta.
Mientras no asumamos esta verdad con la misma claridad con la que los pueblos la sufren cada día, seguiremos perdiendo el tiempo, firmando declaraciones bien redactadas que no cambian una realidad sangrante. Y el tiempo, para millones de latinoamericanos, ya se agotó. No hay cura con aspirinas, solo con una intervención quirúrgica.