
QUIEN TIENE TECHO DE VIDRIO NO PUEDE TIRAR PIEDRAS
Por Jorge Sotero ()
La Habana.- En tiempos de Trump los extranjeros son la peste en Estados Unidos. El nuevo -que no tanto- presidente de aquel país los monta en aviones, a veces esposados, o hasta engrilletados, y los manda de regreso a sus lugares de origen, con el beneplácito o no de los que dicen mandar allá a donde vuelven.
En Cuba, los que gobiernan, los que ven mal todo ese proceso, se rasgan las vestiduras, comparan a Trump con Hitler o con cualquiera, porque a la hora de hablar, los dirigentes cubanos -y también los Humberto López, Randy Alonso…- son unos bocazas, y dicen que Estados Unidos viola derechos humanos y no sé cuántas cosas más.
El imperio del mal emerge de nuevo y hace de las suyas otra vez, dicen, olvidando que los cubanos que han emigrado a Estados Unidos, en su inmensa mayoría, salieron huyendo de Cuba porque acá ya no se puede vivir. No es de ahora que los cubanos se han ido del país, atemorizados, poniendo en peligro sus vidas, intentando salvar el pellejo, no. Es una historia vieja, que comenzó con el mismo triunfo de los barbudos en 1959.
Luego ha habido crisis migratorias: Camarioca, el Mariel, los balseros de 1994, la ruta de los volcanes… y puede alguien pensar que no es justo que Estados Unidos devuelva a los cubanos, los afganos, los nicas o los venezolanos, pero son decisiones soberanas de sus gobiernos, de un presidente que ha sido electo por la mayoría de la población. Y punto, no hay nada más que decir.
Y advierto algo, no es de buena familia criticar al vecino por algo que tú hiciste en algún momento. Lo digo porque en Cuba hubo persecución y devolución de orientales -de los nacidos allende las fronteras de La Habana- hacia sus lugares de destino, cuando quisieron emigrar a la capital.
Hubo un tiempo en que era más difícil asentarse en La Habana que viajar a Estados Unidos. Para tener dirección en la capital cubana, a menos que fueras un dirigente, traído por el castrismo con toda tu familia y con casa asignada, había que hacer mil malabares, y en muchos, muchísimos casos, miles de personas fueron devueltas a sus lugares de origen.
Un tren fletado por las autoridades habaneras, recogía a cientos de orientales y los iba soltando por ahí, supuestamente cerca de donde vivían, para que rehicieran su vida y no volvieran a la capital cubana. En sus bolsillos, bolsos, mochilas o javas, llevaban una carta de advertencia, porque si los volvían a encontrar ‘habanereando’ los podían meter presos.
Lo peor de todo fue que esas tareas se las encargaban a la Policía, un cuerpo corrupto, integrado en un 90 por ciento por personas traídas de San Luis, Segundo Frente, El Salvador, Songo-La Maya, Imías, Guisa, o cualquier otro municipio de aquellas provincias ubicadas más al este del país, a donde irían a parar los emigrantes expulsados.
Hubo personas que cumplieron condenas por no querer regresar a sus hogares, y hubo sitios donde se aparecieron los gobernantes con motoniveladoras y bulldozers y lo arrasaron todo. Y no solo en la capital, sino en algunos pueblos de los alrededores. Solos les faltó hacer un muro como el que comenzó Trump en la frontera con México, o abrir un canal y llenarlo de cocodrilos.
A eso nos enfrentamos los cubanos, con el mismo gobierno que tenemos ahora, el mismo que se llena la boca para criticar lo que hace Estados Unidos dentro de su frontera. Y que yo sepa, Washington no ha deportado a ningún ciudadano americano. No hizo el histrión de Trump lo que hicieron con los que protestaron el 11 de julio: unos presos y otros obligados a emigrar para no meterlos en las cárceles, previa advertencia de los camisas pardas de la seguridad del Estado.
Cuando tienes techo de vidrio, no puedes tirarle piedras al vecino.