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Por Albert Fonse ()
Detrás del despliegue de buques, radares y comunicados oficiales sobre lucha antidrogas, lo que realmente se mueve es una jugada geopolítica. Todos saben, incluso quienes sostienen la narrativa oficial, que si de tráfico de drogas se trata, los principales exportadores hacia Estados Unidos siguen siendo México y Colombia.
Ambos países están profundamente infiltrados por estructuras narco-políticas que han convertido regiones enteras en territorios autónomos del crimen. Venezuela, aunque participa del negocio, no lidera los flujos ni representa el centro de distribución que se quiere hacer ver. Pero sí es otra cosa: una plataforma de influencia extranjera hostil.
Estados Unidos no moviliza su poder naval para detener cargamentos de cocaína. Lo hace para frenar el avance de potencias como China, Rusia e Irán, que han encontrado en el régimen de Maduro un aliado funcional, territorialmente estratégico y políticamente maleable.
El interés real no es combatir al narco, sino bloquear una cabeza de playa enemiga a menos de tres horas de Florida. Es un cerco preventivo, un mensaje sin guerra, una amenaza que busca forzar concesiones sin tener que intervenir directamente.
La preocupación va más allá de la política interna venezolana. Si Rusia, China e Irán logran afianzarse con control total sobre los recursos del país, estaríamos hablando de algo mucho más serio. Petróleo, oro, coltán, gas, litio, tierras raras, puertos y corredores terrestres quedarían bajo administración extranjera, no con fines de desarrollo local, sino como activos estratégicos para desafiar a Estados Unidos desde el sur.
Esa toma no es simbólica, viene acompañada de infraestructura real: fábricas de armamento ruso, plantas de drones iraníes, centros de inteligencia y espionaje electrónico financiados por China, y acuerdos militares que abren paso a personal extranjero y tecnología de guerra moderna. No se trata solo de influencia ideológica. Se trata de posicionamiento operativo en el continente.
Urge entonces una pregunta inevitable. Si el objetivo de Estados Unidos es frenar la expansión de China, Rusia e Irán en el hemisferio, ¿por qué no aplican el mismo cerco militar sobre la dictadura cubana? Si la dictadura cubana es el eje ideológico y logístico de ese bloque, si durante décadas ha exportado subversión, inteligencia y adoctrinamiento, ¿por qué La Habana sigue respirando sin barcos frente a sus costas?
Porque la dictadura cubana no tiene recursos estratégicos ni capacidad operativa real, no representa una amenaza activa. Venezuela sí. Tiene petróleo, territorio continental, capacidad logística, y lo más preocupante: está siendo utilizada como base física para proyectar el poder de los mismos actores que la dictadura cubana lleva décadas cultivando.
Rusia, China e Irán no llegaron a Caracas por azar, llegaron por instrucción, formación y conexión habanera. El chavismo es una creación directa del castrismo, no solo en discurso, sino en estructura internacional. La dictadura cubana opera como cerebro, pero Venezuela es su músculo geopolítico.
La primera ya no puede sostener ni su propia economía, mientras la segunda sirve de plataforma para fábricas militares, redes de inteligencia extranjera y rutas logísticas de enemigos de Washington. Trump lo sabe. Por eso no se mete con la dictadura cubana. No quiere cargar con el costo de su colapso. No busca otra crisis migratoria que le explote en la frontera sur, ni tener que asumir la reconstrucción de una isla hundida.
La dictadura cubana no es prioridad, es un estorbo tolerado. Una estructura rota que sirve más muerta en ruinas que viva en llamas. Para Estados Unidos, una dictadura cubana colapsada no es victoria, es problema.
Ni siquiera China ha querido incluirla formalmente en su Ruta de la Seda, a pesar de que Díaz-Canel prácticamente se ofreció durante su último encuentro con Xi Jinping. Ni Rusia ha construido en la isla nada comparable a lo que desarrolla en Venezuela. Más allá de algún barco de visita y promesas en titulares, no hay fábricas, bases ni alianzas productivas de peso. La dictadura cubana es un cascarón ideológico sin valor estratégico concreto. Caracas, en cambio, es un tablero vivo.
Queda claro entonces que no habrá invasión. Solo habrá negociación. La verdadera pregunta es con quién. Trump ya ha demostrado que es capaz de sentarse con los peores dictadores del planeta. Se ha reunido con Kim Jong-un, lo ha elogiado, ha dicho que se enviaban cartas hermosas. Ha alabado la astucia de Putin, ha dicho que respeta su liderazgo fuerte.
Esa frase que repitió tantas veces en campaña, América primero, no era una metáfora patriótica. Lo decía literalmente. Trump no busca libertad ni democracia para los pueblos oprimidos. Busca lo mejor para los intereses de su país y punto. Y si negociar con Maduro, o con sus padrinos chinos y rusos, le garantiza petróleo, fronteras controladas y menos inmigrantes, lo hará sin ningún reparo.
Es posible que la situación de Venezuela se negocie no en Caracas, sino en Pekín o en Moscú. Igual que en otros conflictos, Washington habla con quien realmente manda, no con quien figura.
Mientras esto ocurre en el mar, en Washington se desarrolla otra confrontación. No entre demócratas y republicanos, sino dentro del propio Partido Republicano. Donald Trump ha dejado claro que su estilo no es embarcarse en guerras largas ni reconstruir países ajenos. Prefiere presionar, negociar desde la fuerza, obtener resultados concretos que pueda mostrar como trofeos.
Si Maduro le entrega petróleo, controla la migración o libera prisioneros norteamericanos, eso basta. No quiere cambio de régimen, lo dijo abiertamente, lo dijo él, no yo, para que después no vengan a atacarme. Su prioridad no es liberar pueblos, es ganar elecciones. Si el chavismo coopera, no le importa que sobreviva. Que les quede claro a todo el exilio cubano y venezolano: Trump no busca la libertad ni la democracia. No es su lucha.
Marco Rubio, en cambio, no quiere pactos, quiere derrumbe. Su objetivo es la caída total del chavismo. No acepta concesiones ni aperturas. Lleva años presionando para que Washington adopte una política de línea dura sin retorno. No ve a Venezuela como un caso negociable, sino como una herida abierta que solo se cierra con la salida total del régimen. Su influencia sobre el exilio cubano-venezolano y su peso político en Florida lo obligan a sostener esa narrativa sin fisuras.
Esta diferencia entre Trump y Rubio no es un simple matiz. Representa dos formas distintas de ejercer el poder. Una que usa la presión como herramienta de negociación, otra que la ve como el primer paso hacia la confrontación final.
Uno quiere sacar algo del régimen antes de que caiga. El otro quiere que caiga aunque no se saque nada. Maduro lo sabe. Por eso juega al equilibrio, esperando que las divisiones internas en Estados Unidos le den margen para resistir, pactar o ganar tiempo.
Venezuela se ha convertido en el escenario visible de una confrontación mucho más amplia. Lo que ocurre no es solo un pulso contra Maduro, sino un debate dentro de Estados Unidos sobre cómo manejar el poder.
Trump busca control sin guerra. Rubio quiere guerra sin demora. Uno quiere negociar desde la fuerza. El otro quiere demostrar fuerza sin negociar. El futuro del continente dependerá de cuál de estas dos visiones prevalezca.