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Por Eduardo Díaz Delgado ()
Madrid.- El caso de Alejandro Gil Fernández no es un acto de justicia, sino una jugada política desesperada: una maniobra para tapar con un espectáculo judicial lo que durante años se tapó con consignas: la corrupción estructural del sistema cubano y la podredumbre moral de su élite dirigente.
Gil no cayó por lo que hizo, sino porque dejó de ser útil. Fue el gestor de un desastre económico que ya nadie podía disimular, y cuando la debacle se volvió inocultable, el sistema necesitó un culpable. La vieja estrategia de sacrificar una pieza visible para salvar al tablero.
Ahora la propaganda oficial lo presenta como un traidor, un corrupto excepcional, un enemigo infiltrado. Pero la verdad es mucho más simple e incómoda: en Cuba, la corrupción no es una desviación del sistema, sino su modo natural de funcionar. Las mismas prácticas por las que se acusa a Gil —uso de influencias, manipulación de recursos, enriquecimiento ilícito— son la moneda de curso común entre los altos funcionarios.
Nada de lo que él hizo —si lo hizo— habría sido posible sin el oscurantismo institucional en el que todo se decide a dedo, sin auditorías, sin contrapesos, sin transparencia. En un sistema así, la corrupción es el lubricante que mantiene la maquinaria en marcha. Donde hay opacidad, la influencia se convierte en un recurso valioso, y donde hay arbitrariedad, el poder se transforma en un botín.
El problema no es Alejandro Gil, es el ecosistema que lo produjo. Y ese ecosistema tiene nombre: el aparato burocrático que conforma la revolución cubana, con su estructura vertical, su culto al secreto y su Parlamento unánime que, desde su fundación en 1976, no ha conocido el disenso.
Si las políticas que Gil impulsó llevaron al desastre, ¿no son corresponsables todos los que las aprobaron por unanimidad?
¿Dónde están los que se opusieron, los que advirtieron, los que levantaron la voz? ¿Quién se salva? Nadie. Porque el sistema no admite la crítica. En un bloque monolítico de decisores, los errores son necesariamente compartidos. Sí o sí. Por eso ahora intentan aislar el caso, recortarlo, convertirlo en un drama personal que exculpe al colectivo.
El juicio contra Gil es una representación cuidadosamente calculada. La Fiscalía lo acusa de corrupción y espionaje, un delito tan ambiguo que permite cualquier cosa: en Cuba basta con “tener la intención” de transmitir información para ser espía. Así logran el pretexto perfecto para cerrar el proceso al público bajo el argumento de “seguridad nacional”. En realidad, el juicio cerrado es la única manera de evitar que Gil hable.
Porque si hablara, si decidiera defenderse de verdad, podría exponer las ramificaciones de la corrupción hasta los niveles más altos del poder.
Podría contar quién autorizó qué, quién sabía qué, quién se benefició y quién se hizo el ciego mientras el país se hundía. Eso sería una catástrofe política. Por eso no habrá juicio público. Por eso la sentencia, probablemente, ya está escrita.
El grupito de allá arriba tiene demasiado que perder: su propia versión de pureza moral, su autoridad ante los militares y la ilusión de que la “continuidad” sigue bajo control.
Pero la caída de Gil también es un síntoma de que la continuidad está fracturada. El liderazgo civil de Díaz-Canel se tambalea y los militares vuelven a recordar que son ellos —y no el Partido— el verdadero poder.
Aquel mensaje de Raúl Castro, al declarar que los uniformados son “el alma de la Revolución”, fue un aviso: nadie se mueve sin permiso del Ejército.
El sistema se purga a sí mismo para sobrevivir. Y cada purga lo debilita más. El problema de las purgas es que enseñan a todos que el poder es provisional, que nadie está a salvo, que hoy es Gil y mañana puede ser cualquiera. Por eso Gil es una bala perdida: un hombre que conoce demasiado y que, si se siente traicionado, puede arrastrar a otros en su caída.
En esa tensión se mueve todo el teatro judicial: entre el miedo a lo que puede decir y la necesidad de hacerlo callar. El cargo de espionaje cumple esa doble función: infundir terror y justificar el secreto. Y si la crisis se agrava, no sería descabellado que el régimen levante la moratoria de la pena de muerte para dar una lección de fuerza. Un “ejemplo moral” para disciplinar a los que dudan y aplacar el malestar del pueblo con un falso gesto de justicia.
Pero el verdadero problema de fondo no es Gil ni su juicio, sino el sistema que lo engendró.
Un modelo económico y político que no puede existir sin oscurantismo, sin secretismo, sin jerarquías opacas. En cualquier sociedad donde haya transparencia y auditoría, la corrupción es difícil; en una dictadura, es inevitable.
Y en Cuba, se convirtió en cultura de gobierno.
Laura María Gil, su hija, lo sabe mejor que nadie.
Su defensa pública es tan prudente como reveladora: una mezcla de súplica y advertencia. Sabe que en Cuba pedir justicia es un acto peligroso, por eso se apresura a aclarar que no está contra la Revolución. Sabe que decir que tiene “libertad de expresión” ya es una confesión de miedo, porque solo quien no la tiene necesita recordarlo. Y al defender a su padre sin desafiar al poder, muestra exactamente cómo ese poder aplasta incluso a los que se declaran revolucionarios.
Su discurso es un espejo del país: una súplica temerosa que intenta no ofender al verdugo. Y al mismo tiempo, una grieta. Porque sin proponérselo, ha puesto en evidencia el corazón del problema: no hay justicia posible cuando el juez, el fiscal y el partido son la misma cosa.
La misma Laura que antes miró a otro lado ante la represión al pueblo hoy suplica justicia para su padre. ¡Qué pena! La misma que creyó que la ley era un instrumento de la Revolución, descubre ahora que la Revolución es la dueña de la ley.
Y quisiera preguntarle, no con rencor sino con verdad: ¿qué se siente? Porque eso que siente ahora, esa mezcla de impotencia y rabia, es exactamente lo que siente el pueblo cubano cada día. ¿Qué se siente? Pues ahora que se sienta a esperar justicia en un país donde la justicia no existe.
Su pedido de un juicio público no es ingenuo: sabe que es la única forma de contener la injusticia por pudor, por vergüenza internacional, por miedo a una rebelión imparable. Por eso también lo menciona.
Gil, que conoce los secretos del sistema, solo puede salvarse defendiéndose “con uñas y dientes”, o negociando su silencio. Pero cualquiera de las dos opciones revela lo mismo: que en Cuba la verdad es peligrosa.
Laura no está apelando a la empatía del pueblo —porque sabe que su padre fue parte de la maquinaria que destruyó la economía y la confianza del país—, sino a un instinto más profundo: el deseo de muchos de ver al monstruo tambalearse. Esos apoyaríamos la causa de un juicio público. Y sí, en esta la apoyo, necesitamos ver…
Su causa, sin quererlo, puede poner en riesgo la estabilidad del sistema que tiene a Cuba en una situación de debacle tremenda. Y en ese riesgo, paradójicamente, puede estar la única posibilidad de justicia.
Yo la entiendo. Porque más allá de su fidelidad o de sus contradicciones, el único camino que queda para salvar a un padre —y para nosotros, a un país— es que caiga el poder que los devora a ambos.
Y si ese derrumbe llega, ojalá sirva para empezar a construir una Cuba distinta: un país donde los juicios no sean teatro, donde los hijos no tengan que rogar por la vida de sus padres y donde el ser humano vuelva a estar por encima de la ideología.
Por otro lado: las declaraciones de René, el «Héroe»/espía que se tiró a la piscina, son una clara petición para no dejar que el tema coja más fuerza. Casi lo dijo literalmente así. Que pocas horas después el Tribunal Supremo de Justicia anuncie su juicio para mañana… ya más claro ni el agua…
Sin más que decir… por ahora.