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Por Albert Fonse (9
El regreso de Donald Trump al poder, acompañado por Marco Rubio como Secretario de Estado y otros cubanoamericanos en posiciones clave, generó expectativas reales. Muchos creímos, yo incluido, que esta vez sí se llegaría hasta el final. Se esperaba una política firme, sin concesiones, capaz de aplicar la presión definitiva sobre la dictadura cubana.
Sin embargo, la realidad ha sido otra. La represión no ha disminuido, los presos políticos siguen pudriéndose en las cárceles, y el régimen castrista continúa operando con total impunidad. Mientras pasan los meses y no ocurre ninguna acción concreta, crece mi decepción.
Por eso comparto un análisis de por qué creo que no han hecho nada y no lo van a hacer. Siempre rezando por estar equivocado, pero mirando la historia de las otras administraciones y la forma y estilo de Trump, me veo obligado a decir lo que pienso con claridad.
Aunque Trump y Rubio han hecho declaraciones contundentes, dentro del Departamento de Estado y otras agencias todavía predomina la lógica diplomática heredada de gobiernos anteriores.
El gradualismo, las reformas mínimas, el apoyo a los pequeños emprendedores privados y el diálogo con sectores moderados del régimen siguen marcando la pauta.
Esta narrativa no surgió por casualidad. Es el resultado de años de influencia y lobbies de la dictadura cubana en Washington, que han penetrado profundamente incluso en sectores del Partido Republicano.
Esa visión, contaminada de ingenuidad estratégica, ha calado en muchos asesores que temen que una presión real pueda empujar al régimen cubano a aferrarse aún más a China o Rusia. Esa creencia, instalada en los pasillos del poder, actúa como freno, incluso en quienes se presentan como duros.
Canadá es el mayor inversor en la economía controlada por la mafia cubana, con fuertes intereses en minería, turismo y telecomunicaciones. España protege con celo sus cadenas hoteleras, muchas de ellas asociadas directamente con empresas militares del régimen. Pero el verdadero poder detrás de estos vínculos no se limita a esos países. Gran parte de esos negocios están entrelazados con grandes empresas estadounidenses, aunque no lo parezca a simple vista.
Así ocurrió con el escándalo que reveló la conexión entre Sherritt International y Tesla, donde el níquel extraído en Cuba terminaba en vehículos eléctricos vendidos en Estados Unidos. Lo mismo sucede con cadenas hoteleras y fondos de inversión que operan simultáneamente en Canadá, España y Estados Unidos, compartiendo estructuras financieras, ejecutivos, accionistas y objetivos estratégicos.
Muchos de estos actores no figuran como propietarios oficiales. Sin embargo, tienen acciones, invierten a través de fondos privados o mantienen vínculos que circulan por la bolsa de valores de Nueva York. Ese es el poder que no aparece en la superficie, pero define decisiones.
Un poder invisible que impone límites incluso a los políticos más beligerantes en sus discursos, paralizando cualquier medida que amenace el flujo de capital entre las multinacionales y la dictadura cubana. Gracias a esa red silenciosa, el castrismo sobrevive, protegido no solo por ideología sino por intereses millonarios disfrazados de legalidad.
A pesar del discurso oficial, la dictadura cubana no es tratada como una amenaza directa, sino como una estructura funcional y predecible para ciertos intereses estratégicos. Las agencias de inteligencia estadounidenses conocen en detalle el funcionamiento del régimen. Existen mecanismos de vigilancia, infiltración y lo que parece ser un pacto no firmado entre sectores del poder en Washington y figuras clave dentro de la mafia cubana. Uno de los factores centrales es que el régimen opera como un muro de contención frente al narcotráfico, las pandillas y los carteles que operan en el Caribe y Centroamérica.
A diferencia de Haití, Venezuela, Colombia o Jamaica, Cuba no está dominada por estructuras criminales independientes, precisamente porque el aparato represivo del régimen controla cada rincón del territorio. No permite la proliferación de mafias autónomas, porque el crimen en Cuba está centralizado y subordinado al poder político. Esa “estabilidad forzada” le ha servido al régimen para proyectarse como un mal necesario en medio de un entorno regional caótico.
Pareciera que los estrategas en Washington han llegado, de algún modo, a una conclusión pragmática: una dictadura corrupta pero estable resulta menos peligrosa que una Cuba colapsada y sin control, convertida en campo libre para actores criminales y potencias rivales. Esa percepción convierte al régimen cubano no en un objetivo a eliminar, sino en una ficha que conviene mantener vigilada, contenida y funcional dentro del equilibrio regional.
Su objetivo nunca ha sido liberar pueblos, sino fortalecer su imagen, dominar titulares y ganar elecciones. Liberar Cuba implicaría asumir consecuencias directas como una posible revuelta interna, masacres por parte del régimen, millones de cubanos cruzando el estrecho hacia Florida y la necesidad de establecer un gobierno de transición.
Eso requiere dinero, presencia internacional, responsabilidad diplomática y una reconstrucción compleja. Trump no quiere ser el libertador que hereda el caos, sino el líder que convierte el conflicto en campaña. Le conviene más una dictadura viva y odiada que una transición incierta y costosa.
Generales cubanos, tecnócratas y castroempresarios han tejido redes de negocios con empresas extranjeras, incluidas estadounidenses, en sectores como el níquel, el petróleo, el turismo y la medicina. Muchos de esos capitales se han lavado a través de bancos offshore con el silencio cómplice de bufetes, intermediarios y actores políticos.
Tocar a fondo al régimen implicaría desenterrar esos vínculos, y ahí es donde incluso políticos anticastristas como Marco Rubio encuentran su límite. El poder real se mueve dentro de estructuras que priorizan la continuidad de sus negocios por encima de la justicia para los pueblos oprimidos.
Un ejemplo evidente es la red de agencias de paquetería, envíos, tiendas online y recargas de teléfonos móviles que operan desde Estados Unidos hacia Cuba. Estas empresas funcionan a plena luz del día, enriqueciendo al régimen mientras canalizan millones en divisas bajo un sistema donde todos ganan, menos el pueblo cubano.
A pesar de que esta red es ampliamente conocida, todos los políticos cubanoamericanos se hacen los ciegos. Su silencio ante este entramado no es ingenuidad, es complicidad pasiva. Esta red no es una excepción, es una muestra clara de los intereses compartidos que existen entre la dictadura y sectores del poder económico que operan desde Miami, Nueva York y Washington.
Muchas organizaciones opositoras están acomodadas, viviendo de los subsidios, las donaciones y los fondos internacionales sin mostrar resultados reales.
Existen fundaciones que viven del eterno proceso de transición, organizaciones que gestionan proyectos simbólicos y figuras públicas que han convertido la denuncia en carrera política o estilo de vida. Algunos incluso han negociado con elementos del régimen para mantener cuotas de poder o acceso.
La unidad no existe porque muchos no quieren una Cuba libre. Prefieren una Cuba en crisis permanente que les garantice protagonismo, fondos y narrativa. Una liberación real haría caer muchas máscaras y dejaría al descubierto años de simulación.
Una intervención real como un bloqueo naval, sabotaje estratégico o ataque económico total tendría un costo diplomático enorme. La ONU lo condenaría, América Latina usaría el caso para victimizar al régimen, Europa activaría su lobby empresarial y muchos gobiernos presionarían para evitar un colapso total.
Algo similar ocurrió cuando Trump intentó liderar negociaciones directas con Rusia para buscar una salida al conflicto en Ucrania. En lugar de apoyo, recibió una avalancha de críticas, incluso desde dentro de su propio país, por desafiar el marco diplomático dominante. El mensaje fue claro: quien rompe el guion internacional, paga un precio.
Lo mismo sucede actualmente con Israel, cuya invasión a Gaza ha provocado el rechazo generalizado de la comunidad internacional, incluyendo condenas de organismos multilaterales, protestas globales y presiones por parte de sus propios aliados históricos.
La política internacional no tolera movimientos unilaterales que rompan el consenso establecido, sin importar las razones invocadas.
La política exterior no se mueve por ideales sino por intereses. El exilio cubano ha fallado en presentar una propuesta seria que seduzca a Washington. No existe un plan energético, ni una estrategia de seguridad regional, ni un marco económico atractivo. Solo hay consignas repetidas, indignación sin rumbo y narrativas desgastadas.
En medio de ese vacío, propuestas como el Proyecto Cayo Romano surgen como una excepción. Este proyecto ofrece incentivos estratégicos, un marco legal claro, una visión de alianza y una promesa de estabilidad y recursos. Si no se respalda con fuerza real, seguirá siendo ignorado por quienes toman decisiones.
El Vaticano insiste en mantener canales abiertos con el régimen cubano, incluso ante las peores violaciones de derechos humanos. Su estrategia diplomática se basa en el diálogo, la mediación y la no confrontación.
Bajo esa lógica, cualquier acción dura contra el régimen es vista como una provocación que puede cerrar puertas espirituales. Esta postura ha sido aprovechada por la dictadura para blanquear su imagen en foros internacionales y presentarse como víctima de presiones externas.
En nombre de la paz, el Vaticano se ha convertido en uno de los principales escudos morales que impide que se ejerza una presión real sobre el régimen cubano.
La alianza de la dictadura cubana con China y Rusia actúa como un freno directo para que Estados Unidos no aplique una política de colapso total contra el régimen. No se trata de temerle a China, ni a Rusia, y mucho menos a la mafia cubana, sino de evitar un desbalance geopolítico que podría fortalecer la presencia de sus principales adversarios estratégicos en el hemisferio.
China y Rusia han establecido en Cuba infraestructura de inteligencia, cooperación militar y vínculos financieros que convierten a la isla en una plataforma avanzada de sus intereses globales a solo 150 kilómetros de territorio estadounidense.
La Casa Blanca teme que una situación de crisis en el interior del régimen cubano cree un vacío que China o Rusia estarían dispuestos a ocupar de inmediato con inversión, asistencia militar o acuerdos de reconstrucción, consolidando su influencia directa en el Caribe. Ante ese escenario, Washington prefiere mantener al castrismo debilitado pero estable, antes que arriesgarse a que la isla se transforme en una base ampliada de operaciones para potencias rivales.
Solo una gran negociación internacional donde China obtenga Taiwán, Rusia consolide parte de Ucrania y Estados Unidos recupere su influencia plena sobre Cuba como protectorado podría romper ese equilibrio. Sin un pacto de poder de esa magnitud, ningún presidente estadounidense se arriesgará a activar una estrategia real de derribo contra el régimen. La dictadura seguirá protegida, no por su fuerza, sino por el precio geopolítico que implica tocarla.
La administración Trump no ha hecho nada, ni lo hará, porque la dictadura cubana sigue siendo útil, manejable y rentable para muchos. El caos que generaría su caída aterra más que el régimen que ya se conoce. El castrismo, lejos de ser un enemigo a derrotar, es una pieza del tablero regional. Pero el problema no termina en Washington.
A ti, cubano que aún vives dentro de la isla, tu única oportunidad real de ser libre es dejar de esperar y empezar a actuar. Nadie va a venir a salvarnos. La solución no está en el exilio, ni en la ONU, ni en la Casa Blanca. Está en la calle. En tomarla sin retorno. En arriesgarlo todo, como ya han hecho tantos mártires olvidados. Solo una rebelión interna, masiva, sostenida, sin marcha atrás, puede obligar al mundo a reaccionar. Estados Unidos y el resto del planeta se mueven por presión, no por compasión.
Nosotros, el exilio, estamos para amplificar su mensaje y su grito de auxilio. Algunos políticos que no se han doblegado ante la sombra del poder aún pueden actuar, pero de nada sirve si no hay un pueblo que se levante. El mensaje depende de ustedes. La calle los necesita, o quizás ustedes necesitan la calle. Solo ahí está la respuesta. Libertad.