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PEDAZOS DE MÍ, DE NOSOTROS. LUCES

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Por Tania Tasé ()

Berlín.- Yo soy amiga de tres personas. No me gusta decir «yo tengo tres amigos». Las personas no nos tenemos. Las personas somos o estamos siendo, porque nunca somos hoy lo que ya fuimos en otro tiempo. Y nos acompañamos. Así que los amigos no se poseen, lo que poseemos y nadie nos puede arrebatar es la dicha de acompañarnos.

Estos tres amigos y yo nos conocemos desde hace muchos años, a uno lo conozco desde hace más de cuarenta años, a la otra, hace treinta y cinco, y al más joven, casi dieciocho.

Eso es bastante tiempo.

Y el tiempo es algo con lo que siempre tengo problemas: a veces el tiempo es el juez definitivo para las cosas que lo requieren. Y a veces no significa nada. En ocasiones se da y se recibe en un tiempo corto, muchísimo. En otras, pasan los años aburrida y cansinamente, sin que des o recibas apenas.

Decía que éramos cuatro amigos. O mejor dicho, ellos tres eran amigos míos, pero no lo eran entre ellos: habían elegido, (Dios sabrá por qué!), acompañarme a mí, pero no hacerlo ellos. Se toleraban, pero no se «tragaban».

Cuando vivía en Cuba yo podía manejar ese hecho más o menos bien, bastaba con no juntarlos al mismo tiempo y listo. Disfrutaba y padecía (porque los amigos también se padecen), a cada uno por separado.

En defensa de ellos tres puedo decir sin exagerar, que cada uno me salvó la vida literalmente en diferentes etapas. Lo sé yo, lo saben ellos y lo saben otros.

Pasaba que no siempre podía evitar que se juntaran bajo mi techo y para no alargar demasiado esto, diré que terminaba en algo que sólo puedo comparar con la famosa «fiesta del Guatao «. Un verdadero infierno. Era como una bronca de perros y gatos y gallinas.

Yo no comprendí eso hasta mucho más tarde. Cuando hubo mucho mar de distancia entre ellos y yo, entendí sus celos. Cada uno quería un pedazo de mí y querían la exclusividad. Tenían miedo que el otro les restara tiempo y amor conmigo. Se tenían una desconfianza atroz, la desconfianza dolorosa y destructiva que provoca el miedo a perder lo amado. Porque somos muy tercos y muy sinceros no nos perdimos en esos laberintos de ira y dudas.

En el 2013 me fui de Cuba, sin desearlo realmente y sin saber que era una decisión tan definitiva como vivir o morir. Sencillamente a veces conspira el instinto de conservación con la oportunidad. Millones de cubanos pueden opinar sobre esto, tristemente. Y quizá mucho mejor que yo.

Ellos tres quedaron en Cuba.

Demoró algún tiempo hasta que pude volverlos a ver, a finales del 2015. Ya se sabe: tiempo de adaptación a Alemania, aprender el idioma, encontrar trabajo y ahorrar con mil privaciones para el objetivo final y soñado: regresar a los abrazos de la familia, los amigos y el mar. Después de esa primera vez, pude hacerlo cada año, excepto en 2017.

Tenía cada vez un ritual: reunía a mi llegada a la familia y a estos tres amigos recalcitrantes y cascarrabias, en el mismo lugar. Existía un lugar al que yo siempre llamé «el guanito de la zona 6» . Quedaba en el Hanoi, Alamar. Allí pasábamos un día entero, se sucedían el almuerzo y la comida, entre risas, lágrimas y narraciones para ponernos al día. Al final, cerrábamos el lugar los tres amigos y yo.

Ellos trataban de comportarse bastante bien, pero siempre y a medida que aumentaban las cervezas, aparecían puyitas y empujones verbales, que me revelaban que seguían odiándose tan cordialmente como siempre. Todo terminaba en besos, abrazos y todos muy borrachos cantando cualquier cosa que sonara en las bocinas de aquel lugar, hasta que finalmente éramos expulsados al llegar la hora maldita de cerrar (¡gracias, Sabina!).

Regresábamos felices de estar juntos al 18 plantas para dormir, y en el corto trayecto a pie, no sé cómo, pero los tres se las arreglaban por separado para soplarme en una oreja su deseo de estar más tiempo conmigo que los otros dos.

Eso se repitió año tras año y siempre me daba un poco de tristeza. A la vez un tanto de alegría de saber «que el cuartico está igualito», que me seguían queriendo como si nunca me hubiera ido. Y siempre estaba alegremente asombrada de lo rápido que nos poníamos al día. Como si nos hubiéramos visto la tarde anterior. Ellos estaban también felices de que yo no hubiera cambiado «nada» y no hubiera bebido de la famosa coca cola del olvido.

Pero eso no era totalmente cierto. Marcharte te cambia, te rompe y te arma al menos tantas veces como te estremece el espanto de la certeza de vivir lejos de tu mar y tu gente. Y el escalofrío de terror que sientes en tu panza ante el hecho horrible y cierto de no saber cuándo será la próxima vez, y si habrá siquiera ese chance.

He leído y escuchado a menudo sobre un fenómeno que los que se ocupan de estudiar la psiquis denominan: la culpa del sobreviviente. Lo sufren personas que se han salvado de catástrofes y desastres grandes. Esas personas no pueden entender de ninguna manera su suerte y por eso sienten culpa. No se sienten merecedores de esa elección de Dios, el destino o el azar.

Eso me sucedía a mí, año tras año veía de una manera brutal el deterioro de mi ciudad, mi país y mi gente, de una manera que no pueden percibirlo los que quedaron allí y lo sufrían a diario. Y sentía culpa de volver a mi bienestar cotidiano de tener comida en un plato, agua, electricidad, un techo sobre mi cabeza y un trabajo que permite pagar todo eso. Vergüenza de las tiendas llenas, de mi cerveza en un bar, de las luces de Berlín y de los trapos en el ropero.

Nunca hablé de eso y por eso los amigos no comprendían que a veces me quedara seria en medio de una carcajada o llorara frente al mar.

En el año 2019 pude ir a Cuba, y por razones que ya he contado en otros post y no voy a repetir, ya sabía que sería la última vez. Que no podría volver porque los dueños de mi mar, mi tierra y mi gente, no me permitirían regresar a ellos. Así que nos reunimos los cuatro de nuevo en el guanito y luego en casa de uno de ellos en una larga noche que duró muchos días. Ellos aún no se creían del todo que no volverían a verme, a cantar conmigo, a abrazarme o acompañarme al mar.

Pero esa fue la ùnica vez que no se tiraron puyitas, no compitieron por mi tiempo y mi amor. Esa larga noche de muchos días, ellos entendieron que no era necesario y que no me perderían.

Esa noche larga de muchos días, que empezó el 18 de marzo de 2019, ellos aprendieron a amarse .

Hasta hoy.

P.d: Hoy sólo queda en Cuba uno de los cuatro. Muy enfermo, pero hermoso y grande, como siempre. Con un oceáno entre nosotros.

Las fotos son del 28 marzo de 2019. Fue la última vez que vi las luces de la Habana desde el avión. Entonces todavía había punticos de luz. Entonces yo lloraba y gritaba bajito: ¡Maldita sea! ¡No quiero partir!

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