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Por Datos Históricos
La Habana.- En la década de 1980, en un baile para personas con discapacidad, dos miradas se cruzaron. Ella, con un vestido sencillo y una sonrisa luminosa. Él, tímido, sin poder apartar los ojos de ella. Eran Paul y Kris Scharaun. Ambos tenían síndrome de Down, pero esa noche no había etiquetas, solo dos jóvenes descubriendo lo que sería un amor para toda la vida.
Su primer baile fue torpe, lleno de risas nerviosas, pero también de algo más fuerte: una complicidad que no se rompería. Años después, en 1988, se casaron. En aquel tiempo, pocos creían que dos adultos con síndrome de Down pudieran casarse, mucho menos sostener un matrimonio. Algunos llegaron a decirle a Kris que “nunca sería una esposa”. Ella respondió con hechos: demostrando que sí lo era, y que lo sería durante más de 25 años.
Construyeron una vida serena y llena de pequeños rituales: viajes, paseos tomados de la mano, tardes viendo NASCAR, pasteles de cumpleaños caseros y tarjetas de San Valentín dejadas en la mesa de la cocina. No eran gestos grandilocuentes, pero en su constancia construyeron un amor sólido.
El tiempo puso a prueba esa unión. Paul enfermó de demencia precoz, y los papeles se invirtieron. Kris, que también luchaba contra la diabetes, se convirtió en su cuidadora diaria, acompañándolo hasta el final. Antes de despedirse, renovaron sus votos: volvieron a casarse, esta vez conscientes de que su historia era tanto común como extraordinaria. Paul murió poco después.
A Kris le habían dicho que nunca se casaría, que nunca conocería la felicidad. En cambio, se casó dos veces con el mismo hombre. Vivió un amor que desafiaba estadísticas y prejuicios, y que demostró que el verdadero compromiso no entiende de límites.
Su historia nos recuerda que el amor no necesita perfección, sino valentía. Dos corazones que se prometen la eternidad y cumplen esa promesa día tras día.