
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Jorge Fernández Era ()
La Habana.- No hay de qué asombrarse por lo sucedido conmigo y con mi esposa el pasado fin de semana. Es parte del guion de una novela que, con pésimo argumento, cursi en demasía, no escatima gastos de producción para apuntalar su dramaturgia.
La ridiculez llegó al extremo de solicitarme mis datos personales cuando bajé a botar la basura, en aras de «identificarme», con lo fácil que era tener un rapto de honestidad para aceptar que el despliegue de personal y medios —tres carros patrulleros que se turnaron durante más de doce horas; perdí la cuenta de cuántos policías y agentes con sus respectivas motos— era para impedir que Jorge Fernández Era se uniera a Alina Bárbara López Hernández en el acto cívico que desde hace más de un año y cada día 18 realizamos para exigir pacíficamente, y con el asentimiento de Díaz Canel y de Ramonet, la libertad de los presos políticos, la convocatoria a una Asamblea Constituyente y el cese del acoso a los que nos oponemos al desgobierno que nos dirige.
Llaman «espectáculo» a que Laide y yo nos negáramos a que nos condujeran, lo mismo el sábado que el domingo —en esta ocasión nos dirigíamos a la tienda de Coco y Flores a recuperar parte del módulo alimenticio de la canasta básica—, como si el operativo no fuera por sí mismo una farsa teatral con tintes de circo que busca intimidarnos y sembrar el terror en los vecinos, no vaya a ser que alguno de ellos venza el miedo y decida apoyarnos públicamente.
En las dos ocasiones se negaron a presentar la orden judicial que avalara tal despliegue y mi posible detención. Siguen alegando que estoy en «reclusión domiciliaria». Me fue impuesta hace más de un año, el 28 de abril de 2023, nunca por un tribunal y sí extrajudicialmente por un oficial de la Policía. Su extensión por otros seis meses solo puede ser notificada por un fiscal. No lo ha hecho, ni siquiera ha puesto la cara para ponerle fecha a un juicio que tampoco me realizan.
En sucesivas oportunidades he denunciado públicamente las presiones, chantajes y torturas sicológicas a que he sido sometido, extensivas a mis familiares. El domingo la lista de bajezas se incrementó cuando uno de los dos agentes de la Seguridad acosó cobardemente a mi esposa en la cafetería situada en Zapotes y San Benigno, insistiendo en que desea «conversar» con ella. Pero los órganos judiciales competentes andan muy ocupados en asuntos más importantes y olvidan el artículo 4.1 de la Ley del Proceso Penal («Nadie puede ser sometido a desaparición forzada, torturas ni tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes»). Por ello no echan mano a las posibilidades que les brindan los acápites 58.1 («Pueden ser anulados los actos procesales ejecutados vulnerando las garantías consagradas en la Constitución, en esta Ley y en los tratados internacionales en vigor para la República de Cuba y aquellos que se ejecuten con inobservancia de las formalidades previstas en esta Ley que ocasionen perjuicios a los intervinientes») y 78.1 («Cuando en la tramitación de un asunto se advierta que se ha cometido alguna infracción de índole procesal que lo amerite, la autoridad correspondiente impone la corrección disciplinaria pertinente»).
He reclamado durante diez meses —ya resulta redundante mencionarlo— al Departamento Ideológico del Comité Central del PCC, al Ministerio de Cultura, a la Upec y a la Uneac, sin que dichas instituciones se den por aludidas. A la Fiscalía General del Minint, órgano que se supone vele por la legalidad de los actos de sus miembros, le presenté una reclamación y sucesivos anexos desde el 28 de diciembre. Aún espero.
Para que no se diga que me resisto a recorrer los «canales pertinentes», me dirigí por mi propia voluntad el lunes 20 a la Unidad de la PNR de Aguilera para recabar información sobre mi caso. El instructor Alfredo me dijo que esperara, que Midiala, la jefa de Instrucción Penal, estaba en comunicación con la fiscal, y que entre los tres explicarían cuál es mi situación. Expresó enterarse por mí del operativo del fin de semana, debe ser que los carros patrulleros parqueados en los alrededores de mi residencia pertenecen a la Policía Nacional de Repuesto.
Mi estancia sobre un banco de Aguilera duró cuatro horas. «Vuelve mañana a las 10:00, tu verás que todo va a solucionarse y archivaremos tu causa». Eso mismo aseguró el entonces jefe de la Unidad en llamada telefónica el 11 de enero de este año. Nunca fui citado como prometió.
Regresé ayer. Alfredo me mandó a ver a Midiala. Esta salió y cerró su oficina a las 10:30 sin dar una explicación ni pedir disculpas a los numerosos familiares que esperábamos para despachar con ella. Tuvimos que preguntarle nosotros. «Me voy para una reunión». «¿Regresa?». «Sí». Tiempo después el que volvió fue Alfredo, quien había cogido calle mucho antes. Lo abordé. Me conminó a marcharme. Midiala no podría atenderme, él no tenía respuesta que darme. «No sé». «No sé». «No sé»… «No vengas más, yo te llamo».
Tendría que ser muy imbécil para no darme cuenta que la orden se decide más arriba, y es procurar evasivas para alargar la cosa hasta la eternidad. Mientras los palos van y vienen, las fuerzas paramilitares, representadas con total impunidad por la Seguridad del Estado y la Contrainteligencia, seguirán obrando al margen de la ley, violando la Constitución con la anuencia del Gobierno y el Partido, arropados por un presidente que miente cuando declara que en Cuba no pasa esto, que a nadie se le reprime por sus divergencias políticas. Son todos ellos los que con sus actos dan fe de la dictadura que representan.
No he estado ni estaré dispuesto a acatar una reclusión domiciliaria impuesta ilegalmente por un supuesto delito de «desobediencia» que castiga el negarme a asistir a dos citaciones también ilícitas que nadie se ha dignado investigar, y que echan por tierra la presunción de inocencia con que me protege la ley. Saldré de mi casa cuando lo estime conveniente. Lo hice el lunes. Todavía cansado por mi estancia en Aguilera, me dirigí a la Unidad de la PNR de Dragones para sumarme a la veintena de muchachos que clamaban por la libertad de Leonardo Romero Negrín, detenido arbitrariamente en circunstancias similares a las mías. Ni los dos agentes de la Seguridad que me atienden, ni los numerosos carros de la PNR que me asediaron el fin de semana se atrevieron a meterse con nosotros. Ya he dicho acá que son muy valientes.