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En los años 80, el dogma médico era claro: las úlceras estomacales eran producto del estrés. Punto final.
Eso enseñaban las universidades, eso recetaban los médicos, eso vendían las farmacéuticas.
Pero dos médicos australianos se atrevieron a desafiar esa idea.
Todo comenzó con un accidente. Era un fin de semana de Pascua de 1982, y el joven doctor Barry Marshall olvidó revisar unas placas de cultivo bacteriano que había dejado en la incubadora del laboratorio del Royal Perth Hospital. Normalmente, los técnicos las descartaban a los dos días. Pero esta vez, la casualidad jugó a favor de la ciencia.
Al regresar, encontró colonias bacterianas creciendo donde nadie esperaba que algo pudiera sobrevivir: en un entorno ácido como el estómago humano.
Junto con su colega Robin Warren, quien ya había observado una misteriosa capa sobre las úlceras gástricas en biopsias de pacientes, identificaron un nuevo enemigo invisible: Helicobacter pylori.
Durante años, se creyó que ninguna bacteria podía vivir en el ambiente hostil del estómago. Y mucho menos que pudiera causar una enfermedad. Pero estas diminutas criaturas estaban allí, provocando inflamación, dolor, e incluso cáncer.
El descubrimiento fue revolucionario… pero nadie les creyó.
Así que Marshall decidió hacer algo impensable. Se sometió a una biopsia para demostrar que estaba sano y luego bebió un vaso lleno de la bacteria. Días después, estaba enfermo: náuseas, vómitos, y una gastritis severa.
Había demostrado su teoría… en carne propia.
El mundo médico tardó una década en aceptarlo.
Pero gracias a ese acto de valentía, hoy las úlceras ya no se tratan con años de antiácidos o cirugía, sino con antibióticos. Se salvó a millones de personas.
En 2005, Marshall y Warren recibieron el Premio Nobel. Pero para muchos, ya habían ganado algo más valioso: el derecho a decir que, a veces, para cambiar la historia… hay que tragarse la verdad. (Tomado de Datos Históricos)