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Por Jorge Sotero ()

La Habana.- El régimen vive sus estertores. Se ahoga en el pantano de su propia incompetencia y, como todo náufrago en pánico, lanza patadas ciegas a diestra y siniestra. Su última hazaña ha sido una doble embestida: primero, emprenderla contra la prensa independiente con el acoso a El Toque, y ahora, desatar una cacería de brujas contra los vendedores de dólares informales. La máquina represiva, oxidada pero aún funcional, se pone en marcha para aplastar cualquier síntoma de autonomía.

Y, como es ritual en este cirismo decadente, la televisión nacional —esa oda a la monotonía— se encarga de la puesta en escena. En la voz del periodista más anodino del mundo, Bernardo Espinosa, se convierten en espectáculo siniestro los decomisos de fajos de billetes. Es el teatro de la “justicia revolucionaria”, un montaje burdo destinado a escenificar un control que se les escapa de las manos, mientras narra con voz de notario los partes de una batalla perdida.

Detrás de esta farsa moralizante no late un prurito de legalidad, sino la avaricia de una cleptocracia. Los jerarcas de GAESA, ese pulpo que es a la vez cúpula militar y patrimonio de la familia Castro, exigen que todo el dinero fluya por el único canal que ellos diseñaron, controlan y exprimen. Su objetivo no es ordenar la economía, sino asegurar el monopolio del despojo. Cualquier transacción fuera de su red es un deléite de lesa majestad.

La lejanía de la orilla

La consecuencia, previsible y trágicamente cubana, es que estas patadas de ahogado no hacen más que sumir en la miseria a un pueblo exhausto. Cada medida, concebida para preservar el privilegio de unos pocos, es un nuevo ladrillo en el muro que aplasta al ciudadano común. Un pueblo que ya amenaza con morirse de hambre y enfermedades ve cómo le cierran una de las últimas válvulas de escape para sobrevivir.

Y he aquí la ironía más cruel: estos decretos no afectan a sus arquitectos. La nomenklatura, blindada por sus cuentas en divisas y sus negocios opacos, observa el naufragio desde la cubierta de su yate. Los únicos castigados son los pequeños emprendedores, ese sector valiente que, asfixiado por el Estado, ve ahora cómo le arrancan la posibilidad de importar los insumos que la propia administración es incapaz de proveer.

Al final, el régimen no hace más que cavar su propia fosa. Cada zarpazo desesperado, cada cacería contra la iniciativa individual, es un testimonio más de su fracaso terminal. Mientras, en las calles, lejos de los estudios de televisión, se acumula un silencio espeso cargado de hambre y de rabia. El ahogado se debate, pero la orilla cada vez está más lejos.

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