
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Padre Alberto (A propósito del XXV Domingo del Tiempo Ordinario Evangelio: Lucas 16, 1-13)
Florida, Camagüey.- En tiempos de Jesús, era frecuente que los grandes propietarios ni siquiera vivieran en Israel. Vivían fuera, en las grandes metrópolis del Imperio, y dejaban sus tierras en manos de administradores, que debían entregarle un beneficio pactado. Lo que el administrador obtenía de más era su ganancia, su comisión.
En la parábola, el propietario es Dios, que es el dueño. El administrador somos nosotros, con todo lo
que Dios nos ha confiado: bienes materiales, habilidades, conocimientos, herramientas de vida…
Si nos sentimos dueños, lo manejaremos todo según nuestros propios intereses, lo cual puede llevarnos a replegarnos sobre nosotros mismos. Si, por el contrario, nos consideramos administradores,
manejaremos nuestros bienes no sólo considerando la voluntad del dueño, sino teniendo en cuenta que, en algún momento, tendremos que dar cuenta de nuestra administración, y ese momento es el encuentro
definitivo con el Señor.
¿Cuál es el criterio de la administración? En su primera carta, el apóstol Pedro dice: “Como buenos administradores, que cada uno ponga los dones que ha recibido al servicio de los hermanos necesitados”.
Nuestros bienes materiales, nuestras capacidades personales, nuestras habilidades profesionales… todo eso caducará, y el único modo que tenemos de hacer que sobrevivan y nos sean de provecho es, precisamente, irlos dejando en los demás, que son aquellos que la parábola describe como los beneficiarios y, por tanto, los futuros amigos del administrador.
La genialidad del administrador de la parábola está en que renuncia a su comisión, renuncia a quedarse con su parte para ofrecerla a otros que se convertirán así en sus amigos, en su sostén.
Dios ha concebido la vida humana como un flujo continuo de dar y recibir. Todos nosotros hemos recibido mucho a lo largo de nuestra vida, y más allá de nuestras capacidades para gestionar nuestro
presente, podemos avanzar y construir gracias a que seguimos recibiendo de los demás. La vida nos sería extremadamente dura si nos hace sorprendentemente menor.
Del mismo modo, la gran invitación de este Evangelio es a que construyamos la vida ofreciendo a los
demás todo lo que Dios nos ha dado para administrar, y aquí, como hemos dicho, entran ciertamente
nuestros bienes materiales, pero también nuestras capacidades, nuestro conocimiento, nuestro tiempo,
nuestra escucha, nuestra posibilidad de transmitir afecto… no como un favor, no como una limosna, sino
como la consecuencia lógica de lo que somos: administradores de algo que nos ha sido dado.
Y esta vida de ofrenda, no olvidemos que empieza en casa. Es la familia el medio primero en el cual
nos toca ofrecer todo lo bueno que poseemos, y a partir de ahí, a todo aquel a quien podamos decir:
“¿Cuánta deuda de agobio tienes?, ¿cuánta deuda de preocupación tienes?, ¿cuánta deuda de dolor
tienes…?” y que, al igual que en la parábola, en el encuentro con nosotros, experimenten que esa deuda se hace sorprendentemente menor.