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Por Albert Fonse ()
Durante años apoyé muchas de las ideas que representaba Donald Trump. Lo hice con convicción, no por fanatismo, sino porque creí en su mensaje: soberanía nacional, libertad individual, defensa de la fe, rechazo al globalismo.
También lo apoyé porque prometió enfrentar a las dictaduras, especialmente la de Cuba, y defender la libertad de los presos políticos. Esas promesas para mí no eran detalles, eran el corazón del compromiso moral con millones de personas que sufren bajo el totalitarismo.
Sin embargo, cada vez que señalo que esas promesas no se han cumplido, que el silencio o la tibieza frente a esos regímenes son inaceptables, muchos reaccionan como si estuviera traicionando una fe. No responden con argumentos. Atacan. No escuchan. Cancelan.
Lo que veo en muchos de ellos es sesgo de confirmación. Solo aceptan lo que reafirma su visión idealizada de Trump y rechazan cualquier evidencia que los confronte. No importa si hizo acuerdos con Putin, si se muestra débil ante Irán o si ha ignorado completamente la causa de Cuba. Si no encaja en su narrativa, no lo reconocen.
Cuando enfrentan esa contradicción, aparece la disonancia cognitiva. Les resulta más cómodo atacarme a mí que aceptar que su líder ha cambiado, o que simplemente ha fallado. Defender ideas se volvió secundario. Lo único que importa es defender a un hombre, sin importar lo que haga.
Eso también es efecto halo. Como una vez hizo cosas buenas, ahora todo lo que haga se considera incuestionable. No ven errores, no aceptan críticas, no toleran que alguien piense distinto. No siguen a un político. Siguen a un mito.
Yo no tengo mitos. Solo tengo un Dios, y es Cristo. Ni siquiera a Él lo sigo ciegamente. Lo hago con fe y también con conciencia. Si eso es válido para mi fe, también debe ser válido para cualquier figura política.
Trump prometió luchar contra los tiranos. Prometió alzar la voz por los que están encarcelados injustamente. No ha cumplido. Lo digo no por odio, sino por coherencia. Lo que no voy a hacer es aplaudir el silencio, la contradicción o la cobardía.
No quiero ser parte de una secta política. No vine al mundo a rendir culto a ningún hombre. Vine a luchar por la verdad. Si me equivoco, rectifico. Pero jamás me voy a quedar callado por miedo al qué dirán.
Si por decir esto me llaman traidor, que lo hagan. Porque prefiero ser fiel a la verdad antes que cómplice de una mentira. Prefiero ser coherente con los presos políticos, con los pueblos oprimidos y con mi conciencia, antes que quedar bien con los fanáticos.
No me arrepiento de haberlo apoyado. Al contrario, lo sigo apoyando. Pero yo sigo ideas, no a hombres.