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No les creo nada

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Por Freddy Garcés

Santa Clara.- La captura del supuesto asesino del capitán Leonel Mesa se vende como un logro, como una “operación impecable” de sus fuerzas combinadas, pero lo que se esconde detrás de esa nota fría y repetitiva es la esencia del régimen: convertir la tragedia de un oficial en propaganda política.

La muerte de un capitán de la Policía en Caibarién no es solo el hecho aislado de un crimen, sino la radiografía de un país que se desangra en la violencia, la pobreza y el resentimiento. Lo triste no es que un hombre muera cumpliendo su deber, lo verdaderamente trágico es que el poder utilice ese cadáver como trofeo para sostener la farsa de la “justicia revolucionaria”.

La dictadura no pierde oportunidad para transformar el dolor en espectáculo. Las honras fúnebres, acompañadas de flores enviadas por Raúl Castro y Miguel Díaz-Canel, no fueron un acto de humanidad, sino de manipulación política. En Cuba ni la muerte escapa del control oficial. El duelo se convierte en ceremonia partidista, en teatro donde cada lágrima está custodiada por la omnipresencia del Partido. En lugar de preguntarse por qué un país llega al punto en que un ciudadano toma un arma blanca y mata a un oficial, prefieren blindar el relato con consignas y flores oficiales.

El «rigor de la justicia revolucionaria» debe ser parejo

Hablan de “rigor de la justicia revolucionaria”, como si ese tribunal invisible no fuese la maquinaria que ha encarcelado a cientos de inocentes, artistas, activistas y simples ciudadanos cuyo único delito fue pedir libertad. Si ese mismo “rigor” se aplicara contra los corruptos del Partido, contra los ministros que viajan en aviones prestados mientras la isla se hunde, o contra los que reprimen a mujeres en plena calle, quizás habría justicia de verdad. Pero no, el verdugo solo castiga al que desafía su monopolio de poder, nunca a los que lo sostienen.

Mientras tanto, el pueblo sigue enterrando a sus muertos, en funerales sin flores ni cámaras, víctimas de apagones, hospitales sin medicinas o accidentes evitables en una isla convertida en ruina. La dictadura decide quién merece ser llorado públicamente y quién debe desaparecer en silencio. El capitán Mesa Rodríguez tuvo honores oficiales; otros cubanos, miles, solo tienen la desidia de un Estado que los abandona incluso después de la muerte.

El crimen de Caibarién es un síntoma más de un país enfermo, no de fortaleza, como intenta vender el régimen. Cada operativo policial, cada discurso de Díaz-Canel, cada consigna lanzada en medio de un sepelio no hace más que recordarnos la fragilidad de una dictadura que necesita fabricar héroes y mártires para seguir ocultando su fracaso. Y mientras ellos reparten coronas y discursos, el pueblo sigue acumulando razones para no creerles nada.

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