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Por Oscar Durán
La Habana.- Que me perdonen los ofendidos, pero la izquierda latinoamericana le ha dado por santificar. Le rinde culto a héroes con biografías a medias. El último en sumarse al Olimpo fue José “Pepe” Mujica, el expresidente uruguayo que murió este lunes a los 89 años y dejó tras de sí una estela de frases bonitas, gestos humildes y demasiadas incoherencias.
Lo lloran como si hubiera sido el nuevo San Martín, cuando en realidad terminó siendo un tipo sabio que hablaba mucho y hacía poco.
A Mujica lo conocí por la televisión cubana. Lo mostraban como el presidente austero que vivía en una chacra con su esposa y regalaba su salario. Un viejo campesino, sonriente, con acento raro y palabras de paz. En la isla, esa imagen venía de maravilla: un líder del pueblo que reforzaba la narrativa de que el poder no tiene que oler a perfume francés ni a whisky 18 años.
Pero el problema no es que Mujica viviera en una casa de techo de zinc, sino que, mientras hablaba de amor y revolución, le guiñaba ojo a regímenes que hacían exactamente lo contrario. El castrismo es un botón de muestra, y ustedes, zurditos sindicalistas, pagadores todos de MTT, saben que eso es una gran verdad.
Lo escuchamos defender a Cuba. Decía que el bloqueo era “una política bárbara” y que el pueblo cubano era víctima del imperio. Pero nunca se atrevió a levantar con igual pasión la voz por los presos políticos, por la censura, por la miseria institucionalizada. Hablar del embargo es fácil; hablar del miedo que se respira en cada cuadra de La Habana, no tanto. ¿Cuándo dijo algo por Luis Manuel Otero Alcántara? ¿Por José Daniel Ferrer? ¿Por las Damas de Blanco? Jamás.
Y es que Mujica tenía un problema con la verdad completa. Apoyaba la justicia social, pero no le molestaban mucho las dictaduras siempre que fueran “de izquierda”. Fue ambiguo con Venezuela, indulgente con Nicaragua, tibio con Cuba. Decía que esos gobiernos debían ser “más tolerantes”, como quien le dice a un caníbal que mastique más despacio.
Su romanticismo no era otra cosa que una forma disfrazada de complicidad. Porque, ¿qué es más dañino: el tirano que oprime o el sabio que lo justifica? Al final, Mujica funcionó como un sello de legitimidad para un sistema que se cae a pedazos. Un sistema que en Cuba se llama represión, en Venezuela escasez y en Nicaragua cementerio.
No niego que el hombre tenía carisma. Se le daba eso de soltar una frase y salir en todos los titulares. “El que no lucha por la felicidad, es un pobre tipo”, decía. Y todos aplaudían. Pero con frases no se gobierna. El problema es que en América Latina hay demasiados discursos y muy poca vergüenza. Mujica fue parte de esa izquierda que prefiere verse al espejo que mirar por la ventana.
Su muerte ha generado un aluvión de homenajes. Lo pintan como el faro ético de una generación política en ruinas. Pero la verdad es que dejó más preguntas que respuestas. ¿De qué sirve predicar humildad mientras se aplauden dictaduras? ¿Cuánto daño hace ese progresismo selectivo que calla cuando la bota es roja?
Desde Cuba, donde todavía hay niños almorzando con chícharo remojado y madres rogando por una Duralgina, la figura de Mujica se mira con escepticismo. Fue un hombre que pudo decir muchas verdades y eligió la diplomacia de los eufemismos. Un aliado de los pueblos que olvidó mirar a los que sangran en silencio.
Quizás lo recuerden como el presidente pobre. O el que puso a Uruguay a otro nivel. Yo prefiero recordarlo como el filósofo inconcluso. El que pudo haber sido un revolucionario del alma, pero prefirió quedarse como un viejo sabio de feria.
En esta región donde se sufre tanto, no basta con ser bueno. Hay que ser valiente.