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Negociar con dictaduras: el error que el mundo sigue repitiendo

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Por Albert Fonse ()

Hoy ya no escandaliza ver a las grandes potencias firmando acuerdos con regímenes que encarcelan, torturan, censuran y matan. Se ha normalizado lo inaceptable. Se ha institucionalizado el cinismo. La política exterior de las democracias occidentales parece guiada más por la rentabilidad que por los principios, y eso tiene consecuencias profundas, no solo para los pueblos oprimidos, sino para el futuro del orden mundial.

Lo que ayer era impensable, hoy es rutina: tratados comerciales con dictaduras, foros internacionales donde se sientan criminales de Estado, pactos energéticos con teocracias medievales, alianzas militares con déspotas de turno. Todo justificado bajo el mantra de que “así funciona el mundo”, de que “hay que ser pragmáticos”, de que “el comercio abre puertas”. Pero los hechos desmienten esa narrativa.

China fue el gran experimento. Durante años se repitió que abrir sus mercados traería consigo reformas políticas, libertad de expresión, transición democrática. Lo que trajo fue otra cosa: una dictadura aún más poderosa, con tecnología de punta al servicio del control, campos de concentración para minorías, censura total y un aparato represivo perfeccionado con recursos occidentales. El comercio no la debilitó. La fortaleció.

La lista es larga

Desde entonces, esa fórmula se ha replicado. El mismo error con distintos nombres: Irán, Arabia Saudí, Venezuela, Vietnam, Nicaragua, Cuba. Se hacen negocios, se bajan sanciones, se abren embajadas, se firman acuerdos. En muchos casos, ni siquiera se exige a cambio un mínimo gesto de respeto por los derechos humanos. Ni elecciones. Ni libertades. Solo contratos. Porque lo que importa no es si el régimen mata, tortura o encarcela, sino si paga a tiempo.

Se ha perdido la vergüenza. Se ha reemplazado la dignidad por la rentabilidad. Y se ha convertido la geopolítica en una bolsa de valores, donde todo se compra, todo se vende y nada se denuncia si el precio es el adecuado.

Lo más grave es que estas decisiones no solo fortalecen a las dictaduras, también debilitan a las democracias. Les quitan autoridad moral. ¿Con qué cara puede hablar de libertad un gobierno que le compra petróleo a una tiranía? ¿Con qué credibilidad se puede denunciar una violación de derechos humanos mientras se firman tratados con regímenes que fusilan opositores? El mensaje es claro: los derechos humanos importan… salvo que interfieran con los negocios.

Negociar con tiranías es darle tiempo y dinero

El peligro de este enfoque no es solo ético, es estratégico. Cada vez que se refuerza una dictadura mediante el comercio, se le da tiempo, recursos y legitimidad para afianzarse, expandirse y oprimir más. Se le permite comprar silencio, invertir en propaganda, blindarse ante sanciones reales y extender su modelo a otros países. Lo que se negocia como un “avance económico” se convierte, en realidad, en un retroceso civilizatorio.

Quienes luchamos por la libertad de nuestros pueblos no podemos callar ante esta normalización de la complicidad. No se trata de idealismo ingenuo, sino de sentido común moral y político. Un régimen que encarcela por pensar diferente, que censura la prensa, que asesina o desaparece a quienes disienten, no puede ser un socio legítimo de ninguna democracia. No importa cuánto gas tenga, cuántos recursos exporte o cuánto prometa invertir.

Negociar con dictaduras es negociar con sangre. No hay tratado que justifique ese precio.

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