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Por Jorge Sotero ()
Eduardo Torres Cuevas fue uno de esos historiadores que buscó agujeros en la historia de Cuba, tal vez sin mucha suerte, hasta que fue a parar al hoyo. Pero a un hoyo con honores, con pompa y con circunstancia.
El tipo que dedicó su vida a desenterrar papeles viejos, a escarbar en los archivos polvorientos de la nación, fue enterrado con la precisión de un protocolo que él mismo podría haber descrito en uno de sus libros sobre el siglo XIX.
Allí estaban, como en un cuadro de época pero con guayaberas, los grandes nombres de la nomenclatura: Marrero, el premier, haciendo de premier; Lazo, el presidente de la Asamblea, presidiendo la compostura; Valdés Mesa, el vice, vicepresidiendo el duelo. Una coreografía fúnebre perfecta para el hombre que narró las coreografías del poder.
El cortejo debió ser una cosa seria, ordenada, con carros fúnebres que funcionan, con flores que no están mustias, con una carretera despejada hacia su último destino: el Panteón de las Fuerzas Armadas Revolucionarias en el Cementerio de Colón.
Un lugar seguro, custodiado, donde los mármoles relucen y los nombres inscritos tienen el peso de la historia oficial. Donde no hay peligro de que un ladrón nocturno, hambriento de metal o de hueso, profane la tumba del ilustre. Su muerte, como su vida, quedaba así registrada, archivada y protegida contra el vandalismo y el olvido. La historia hecha piedra, bajo llave.
Mientras tanto, en otro lugar de La Habana que no es Colón, en cualquier barrio de esos donde la vida se va como llega, sin protocolo, una mujer cualquiera llora a su padre. No hay carro fúnebre del Estado porque los que hay no alcanzan o no tienen gasolina. Hay que esperar, mendigar un hueco en una camioneta, pagar en dólares lo que el salario en pesos no puede cubrir.
El muerto común se convierte en un problema logístico, en un estorbo pesado que la familia tiene que resolver entre el dolor y la desesperación. La muerte, aquí, es un trámite incómodo y carísimo.
Y luego está el cementerio. No el de Colón con sus ángeles y sus mausoleos, sino el otro, el de los comunes, el de las lápidas rotas y los nichos abiertos como heridas. Donde el pillaje es otro oficio de la muerte. Donde roban las flores de plástico, las chapas de metal con el nombre del finado y, a veces, si el difunto fue enterrado con algo de valor, hasta al difunto le roban.
Hay funerarias que te venden un ataúd con cerradura, como si fuera una maleta de viaje, para evitar que saqueen el cadáver. La muerte de la gente sin nombre es un negociete turbio y una pesadilla para los vivos, que no pueden garantizar ni la paz eterna de sus muertos.
La isla es así: un país partido en dos hasta en la forma de morir y de ser enterrado. Por un lado, la muerte de Estado, ordenada, floral, con discursos y con honra, reservada para los historiadores que narran el poder y para los poderosos que hacen la historia.
Por el otro, la muerte a pie, la muerte a pulso, la que huele a derrota y a tierra revuelta, la de los que no tendrán biografía ni lápida a salvo de los ladrones. Torres Cuevas descansará en paz, citado y referenciado. El padre de la mujer del barrio cualquiera quizás no.
Al final, el gran historiador se fue con todos los honores, escoltado por la plana mayor del régimen cuyo pasado él ayudó a construir. Su legado está a salvo, bajo tierra firme. La otra muerte, la anónima, la de los que solo son números, sigue su curso en la superficie, en el sálvese quien pueda, demostrando que la igualdad, incluso en el frío final, es otro relato que se queda, mayormente, en los libros de historia.