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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Mike Hammer es un crack, si usamos un término del fútbol, algo tan seguido en Cuba. El Encargado de Negocios de Washington en la capital cubana se ha convertido en el personaje más incómodo que ha tenido el castrismo en el país en 66 años.
Hammer no tiene miedo. Va por ahí con su chofer y se entrevista con cualquier cubano. Incluso, ha dicho que no tengan temor de detenerlo en la calle para hablarle, para saludarlo. Hasta ha dejado su contacto para que lo localicen.
¿Suena raro eso, verdad? ¿Cómo es posible que el representante del supuesto agresor se pasee libremente por las calles del país y el querido presidente -y su tutor- se tengan que rodear de decenas de escoltas?
Hammer sabe todo de Cuba. A este no hay quien le haga un cuento. No se ha recluido en su oficina, en su mansión habanera, ni se ha limitado a las recepciones del cuerpo diplomático cada semana. Salió a la calle, a ver, a mirar, a informar a su país sobre la realidad cubana.
Al diplomático se le puede ver en Pinar del Río. También en Guantánamo. O reunido con José Daniel Ferrer, cuando estaba libre, en el reparto Altamira, allá en Santiago de Cuba. O en Matanzas.
Ahora mismo es más popular y más querido que el que gobierna a Cuba, a quien la mayoría inmensa no quiere verlo, por ese afán constante de justificarlo todo y no encontrar solución a nada.
Este hombre, se le ve en su expresión corporal, sabe lo que hace, lo que quiere, y tiene muy claros sus objetivos. Por eso el castrismo sigue con gastroenteritis, y no tiene más remedio que tragárselo, admitirlo en el país.
Es como cuando tienes un forúnculo en la piel y no puedes sacártelo, porque te puede generar otros males. El Castrocanelismo sabe eso y deja pasar el tiempo.
Mientras, el hombre de Washington alerta a su gobierno, informa de la situación, del caos de los hospitales, de los niños sin sueños -entiéndase como ‘sin dormir’ y ‘sin esperanzas’- y promete sanciones para los testaferros del régimen. Para los represores y los dirigentes.
Trump y Marco Rubio no se han quedado de brazos cruzados. Cierto es que no han puesto unos buques cerca del Malecón habanero, pero están apretando a la dictadura, con el único fin de doblarle la rodilla, de hacerla saltar, de invitarla, u obligarla, a que escape.
La cúpula se aferra, a pesar de que sabe que hay descontento en las Fuerzas Armadas y en el Ministerio del Interior. Decenas de miles de oficiales de ambos cuerpos tienen retenida sus bajas, porque no encuentran a quienes colocar en sus lugares.
Desde ninguna de las dos instituciones se va a generar un golpe. Eso lo sabemos todos, porque ninguno de los grandes jefes militares tiene capacidad para mover tropas, blindados, hacer despegar algún avión, si es que alguno funciona aún. Eso no existe.
Pero está Hammer, que más que un látigo, se ha convertido en un martillo, como su apellido, para el castrocomunismo. El hombre de Trump los tiene al parir, como se dicen en buen cubano. Y eso, buen cubano, es lo que parece el encargado de negocios.
Es un tipo afable, que conoce la forma de hablar de los cubanos, sus chistes, la idiosincracia de los isleños y que sabe también qué hay que hacer para tumbar a un gobierno. Por eso está en La Habana, y por eso el miedo del castrismo.
Tengo toda mi confianza depositada en el diplomático de Estados Unidos. Si la terna que forman él, Marco Rubio y Trump no lo consigue, con el protagonismo de los cubanos, por supuesto, no lo hará nadie.
Hammer, sin embargo, es optimista. Y yo también. Esto se va a caer y pronto. ¿Apostamos?