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Por Carlos Carballido ( De la serie La Historia detrás de la Foto)
Jesús Hernández era su nombre y fue el menor de los seis hijos de mi abuela materna. Nació en tiempos de otra Cuba, en un pueblo de tierra roja llamado San Nicolás de Bari, en el sur de La Habana.
Dejó de ser un niño normal cuando una fiebre extremadamente alta afectó una buena parte de sus neuronas en la corteza prefrontal.
Desde esa fecha, mi tío se convirtió en el segundo hombre más pintoresco del pueblo, junto al negro Cayuco, de baja estatura y arcada dentaria deformada, que solía bailar rumba por un par de pesos.
Mi tío dejó de ser Jesús para convertirse en Bortele, una especie de bohemio excéntrico que gustaba de cantar y declamar poemas de varios autores, así como aquellos que solía escribir en viejas libretas de escuela. Lo bautizaron así por un cantante operático de poca monta que había visitado el pueblo en aquellas brigadas culturales que enviaban por todo el país.
Dentro de su locura, mi tío tenía buen corazón. Jamás tuvo nada más allá de la ropa y los zapatos que los lugareños le regalaban. Me contó que la única vez que compró algo para él fueron los libros del escritor y periodista colombiano José María Vargas Vila y los 27 tomos de las obras completas de José Martí, que pudo memorizar hasta la insanidad.
Solía afincarse a esa corriente “vargavilista” que exaltaba a la mujer como símbolo de belleza, pero que al final hundía a cada hombre que le brindara su amor. Aun así, conoció a la única mujer de su vida, una güinera llamada Eneida, a quien una vez salvó de un suicidio mientras esperaba a que pasara el tren lechero Habana-Cienfuegos, para regalarle años de tormentos hasta que la esquizofrenia que padecía se la llevó de este mundo.
Bortele jamás cobró nada a nadie. Regalaba el pan que se robaba de la panadería del pueblo donde trabajaba. Amenizaba fiestas serias cantando óperas clásicas o aquellas donde la chusma lo invitaba para reírse de sus ridículos.
Solía visitarme en Marianao. Al principio me daba vergüenza, pero poco a poco aprendí a entenderlo. Fue mi abuela Nieves quien me dijo que los locos casi siempre tienen razón porque no tienen filtros.
Sus consejos de corte vargavilista (hoy le llaman misoginia) sobre mujeres eran realmente absurdos, pero hoy, a la vuelta de 60 años, me doy cuenta de que no estaban tan equivocados.
Cuando me despedí de él por última vez, me dijo: “Si alguna vez vuelves a Cuba, tráeme cassette de Pavarotti, porque dicen que cantó ‘Nessun Dorma’ en California como nadie lo ha hecho”.
No volví ni pude seguir comunicándome con él porque siempre se resistió a la modernidad. Me dijeron que ya murió en medio de la peor de las miserias. No lo sé a ciencia cierta, pero biológicamente es totalmente posible.
Aún conservo ese cassette del concierto de Luciano Pavarotti en Los Ángeles de 1990, donde realmente la crítica califica esa aria de la ópera Turandot de Puccini como una de las más brillantes del bel canto.
Igualmente, tengo de mi tío muchos buenos recuerdos y pocos episodios de vergüenza ajena por su personaje popular nicolareño al que la chusma lo arrastró.
Solía irme a su cuarto empolvado de tierra roja que estaba detrás de la casa de mi abuela para leer las obras completas de Martí, demasiado densas para un niño. Igual leía sus poemas absurdos, pero algunos realmente buenos, sobre todo aquel epigrama a lo Maiakovski que decía:
Yo soy como el árbol viejo
que solo espera el hacha.
Dondequiera que estés, tío, no te equivocaste del todo cuando me decías que Vargas Vila sabía lo que decía. A veces escribo poemas también, pero creo que no llegan a convencer a nadie. Al final, mi abuela tenía razón: los locos son más felices que aquellos que nos creemos muy cuerdos.